miércoles, 2 de diciembre de 2009

CIUDAD SIN NOMBRE - Apetito de Carne

Julián observaba su figura, dibujada de manera perfecta sobre la lisa superficie del espejo, recorriendo con su vista cada centímetro de su cuerpo desnudo mientras imaginaba como escupía sobre aquellos que siempre le habían criticado, tildado de loco por asumir aquellas descabelladas ideas; hasta hacía unos días no había tenido pruebas de demostrar lo que desde niño percibía dentro de sí pero ahora estaba seguro de ello, podía sentir aquella certeza en cada milímetro de su pálida piel. De pronto la puerta de su habitación estalló en pedazos, y una gran cantidad de tentáculos blancos aparecieron de la nada, invadiendo el espacio en el cual vivía condenado, rodeando todo su cuerpo, estrujando su carne hasta poder oír el crepitar de sus desdichados huesos; sus gritos de ayuda se perdieron en el laberinto de su mente, ahogado por una fuerza sin nombre que apagó su fútil resistencia, cegando todos sus sentidos hasta caer desvanecido en brazos de su inminente muerte.

La obscuridad se apoderó del alma de Julián en la forma de un ente desconocido y sin conocimiento del tiempo y el espacio, cuyos invisibles brazos le acunaron, llevándolo consigo en un posible viaje sin retorno. De pronto, una extraña luz comenzó a violar aquel etéreo paraje borrándolo lentamente de la inconsciencia de aquel desdichado. Julián abrió los ojos y se encontró en medio del infierno pues eso debía ser ya que la presencia de aquel sitio agujereaba profundamente su espíritu. El Averno no era tan vasto como él se había imaginado, al contrario de todo resaltaba por lo ínfimo que resultaba; un pequeño pedazo de realidad limitado por cuatro paredes blancas, opacas y con la propiedad de no devolver siquiera sombra alguna con la cual poder conversar; Julián alzó sus ojos y luego los bajó, presa de una pequeña esperanza que se diluyó al reparar que por todos lados lo único que le acompañaba era aquel desdichado color a manera de mortaja que envolvía su cálido y viviente cadáver. Arrimado en un rincón, maldecía a la muerte la cual debía haberle traído la paz eterna que anhelaba cuando estaba vivo, pero ahora parecía que lo único que le esperaba era una eternidad de condena, de desanimo, de apatía, de estar allí tirado rodeado por estructuras provenientes de la nada, en espera quizá de que producto de la desesperanza procediera a hacerse pedazos él mismo en un inmortal tiempo que reproduciría la misma sensación y el mismo hecho una y otra vez. Pero Julián no estaba muerto, aunque en sus sueños parecía cumplir ese anhelo, sin embargo la realidad era otra pues hacía muchísimo tiempo que su cuerpo y alma se hallaban prisioneros, una estancia que se veía distorsionada por las pesadillas que narraban simbólicamente el comienzo de su reclusión física.
Habían sido días extraños los más recientes, más que de costumbre, pero ese día en especial sus recuerdos confusos comenzaron a agolparse con mayor ira, evocando los sucesos de los “últimos días”; haciéndose presa de una desesperanza que se agolpaba y derribaba frenéticamente las paredes de su frágil Yo; la respuesta final a sus interrogantes estaba cada vez más próxima. Al recordar las cosas que estaban pasando, una fuerza invisible irrumpió en la habitación, él pudo sentir esa extraña energía que de pronto lo instó a elevar su vista y a mantenerla fija en una parte del techo, tratando de descubrir algún consuelo en aquella blancura muerta; escudriñó por doquier en aquel pedazo de inexistencia, agudizó hasta el extremo su capacidad de observación, fue tanto su esfuerzo que de pronto pudo notar un pequeño cambio, una variación que lentamente se iba formando, naciendo para aquel mundo, estructurando sus átomos y moléculas hasta formar el aspecto de una extraña ondulación que asemejaba las tranquilas aguas de un lago, una visión que de pronto comenzó a ampliar su capacidad al empezar a asumir propiedades del agua cristalina como el hecho de poder devolver la imagen de aquel que se posara frente a su superficie. Julián se hallaba embobado ante aquel repentino prodigio pero la sorpresa no terminaba de manifestarse ya que aquello comenzó a transfigurarse en mayor escala y de pronto Julián pudo ver en ello algo que iba más allá de su actual realidad, pudo contemplar un pequeño bulto lloroso que fue reconocido como él mismo cuando era un recién nacido, en un tiempo que ahora parecía rememorar en todo detalle aunque aquello le parecía imposible pero así era. Las imágenes se reconstruyeron mágicamente ante él y se depositaron en el bizarro lago, y aquello le hablaba y él entendía su lenguaje, las palabras y figuras danzantes que le devolvían al preciso momento en que todo había comenzado, exactamente en el instante en que fue poseído por el demonio que solemos llamar vida.


Era solamente un bebe pero en ocasiones causaba un caos innombrable, inundando a su pequeña familia con un llanto desgarrador y terrible cuya furia se asentaba en los sentidos de quienes le escuchaban. Por alguna razón incomprensible, aquel lamento no se detenía, por más comida o masaje que se prodigaba a la persona del pequeño ser. La madre buscaba histéricamente alguna razón que justificara aquellos episodios pues el bebe no se hallaba sucio, ni con hambre, ni con gases, ni con nada, etcétera, un etcétera que se prolongaba a rincones desconocidos que sumían en desesperanzas a la pareja de progenitores. En vano resultaban las idas y venidas a médicos, brujos y sacerdotes; no había enfermedad, daño o posible posesión, nada podía explicar los ataques que sumían al pequeño en llanto; Al final, el dolor convivió tanto con la familia que se hizo costumbre y su relevancia quedó en el olvido, aunque eso no detuvo las lagrimas del pequeño Julián quien no podía explicar aquella corrosión que le recorría por dentro mientras sentía como partes de él desaparecían ante el apetito de ese algo que se había hecho presente desde el momento en el cual él abrió los ojos a la vida; sus palabras inexistentes se traducían en llanto mientras aquello continuaba deleitándose en su obscuro placer.

Los años pasaron en aquella pantalla improvisada. Julián se vio como un niño arrimado en un obscuro rincón mascullando frases ininteligibles mientras realizaba extraños dibujos a manera de garabatos caóticos con inmensos dientes que devoraban pedazos de algo teñido de un intenso rojo, todo nadando en un ambiente obscuro de letal perdición; A su alrededor contemplaba los horrorizados ojos de sus padres quienes observaban como su pequeño hijo pasaba horas creando aquellos fantasmales seres que se iban acumulando en su cuarto, poblando los grises muros de su habitación. Julián no era adepto a sonreír pero siempre lo hacía cuando terminaba su extraña labor y contemplaba satisfecho aquellos extraños seres que habían salido dentro de sí, complacido por haber podido encerrar en trazos a aquellos torturadores invisibles que le agobiaban.

Los años seguían pasando en el pozo y el Julián actual continuaba perdido en su observación de lo que para él era la recreación de un viejo artefacto mitológico que le permitía ver su vida pasada, pero sobretodo el sentir aquellos momentos, tal como podía sentir ahora a aquel mismo visitante interno que jamás le había abandonado.

Continuando su recorrido, Julián se halló como un taciturno adolescente, caminando solo por las esquinas y recovecos de la ciudad donde vivía, absorto en sórdidos lugares y en rincones poblados por almas descarriadas y olvidadas, en cuyo dolor y sufrimiento podía hallar la comunión que anhelaba y necesitaba, adentrándose un poco más en el porqué del sufrimiento de tantos, entre los cuales se incluía él mismo. Sentado en la obscuridad de un maloliente pedazo de tierra, el Julián adolescente extrajo algo de su bolsillo y luego comenzó a dibujar en las paredes, trazando esbozos de rostros inconformes y deseosos de morir, haciéndolo con un trazo tan burdo pero imbuido de letales y contundentes mensajes cuyo significado podía ser conocido si compartías algo del alma de la locura; Luego se vieron las numerosas ocasiones en las cuales se recluía en las casas de algunos de sus escasos amigos, y allí también daba rienda suelta a su interioridad, llenando las paredes de las habitaciones con mundos anónimos, proscritos y rechazados por el humano normal; las imágenes eran el deleite y el estremecimiento de los que le acogían a tal punto que muchos de ellos desembocaban su fascinación en la creación de portales que poblaban el limbo cibernético, en los cuales el alma de Julián residió de manera involuntaria, teniendo un espacio de vida en el cual recibía visitas de personas anónimas ávidas de perderse en su mente, en la de aquel improvisado e involuntario artista traducido a un cúmulo de bytes digitalizados en los cuales se encerraban mudos secretos de un ser deseoso de librarse de ellos de una vez por todas.

Los años continuaron pasando en el “pozo” y la sombra de Julián proseguía con sus excentricidades; su familia habituada y resignada pasaba por alto todo lo que veía en él, quizá con la falsa y psicótica esperanza de que con pasar por alto lo que hacía finalmente terminarían ignorando el hecho de que él mismo existía y así incluso lo borrarían de sus vidas, olvidando y diluyendo su mismo recuerdo; Mientras su familia albergaba tan “cariñosa” añoranza, Julián continuaba inmerso en su mundo, sufriendo él solo con “aquello” hasta que un día, tan extraño o más que los otros, cuando se hallaba en medio de la calle, finalmente ocurrió, el ansia se apoderó de él al igual que la inquietante angustia, fue una avalancha interna que lo apabulló; ya ni siquiera los dibujos pudieron calmarle pues pintó pared tras pared pero no podía detenerse pues el alivio que le significaba el exteriorizar su tormento de pronto perdió toda su habilidad sedante volviéndose en enfermiza compulsión la cual le instaba a decorar cada vez más paredes, a un ritmo que amenazaba con matarlo, y fue en ese lapso de locura que tuvo a bien ser descubierto por la policía la cual lo arrojó a una fría celda en la que tampoco cesó en su intención de querer seguir dibujando, pero no contaba con los medios para hacerlo pues las cosas que llevaba encima se las habían arrebatado los agentes del orden, lo único que atinó a hacer fue comenzar a usar las uñas, las cuales destrozadas y sangrantes no fueron impedimento pues comenzó a usar su sangre como tinta, algo que fue advertido por algunos agentes quienes con mucho esfuerzo lo sacaron, amarrándolo y arrojándolo a un cuarto obscuro el cual se pobló de gritos inhumanos cuyo eco quedaría impregnado, maldiciendo aquel apestoso lugar.

Julián observó luego, fijado en aquellas bizarras ondas, como se dio el traslado de la cárcel al desvencijado hotel psiquiatría en el cual fue abandonado, allí donde nadie lo visitaba pues seguramente su familia se hallaba eufórica ya que por fin tendrían la oportunidad de hacer realidad el sueño de librarse de él de una vez por todas. Así comenzaron sus días, los días del hotel psiquiatría, las caminatas por su piso mohoso, recorriendo la senda del atardecer, transitando por el mugriento patio repleto de deshechos móviles de carne que pululaban hambrientos y desolados, desamparados por la misma existencia.

En sus caminatas, Julián hablaba consigo mismo, profundizando acerca de ese algo que durante toda la vida había cohabitado con él, y cuando terminaba de pensar recaía en gritos cuya intensidad parecían cobrar mayor fuerza y poder; ya ni los dibujos exorcistas le servían de algo. Fueron tantos años en los que creyó tener el control, de haber podido siquiera detener en algún sentido el apetito voraz de la bestia, pero ahora ya nada podía evitar el desenlace que le esperaba; agradeció al menos que las pastillas que le daban le calmaban en algo el terrible dolor que experimentaba cuando sentía como cada una de sus células se desvanecía frente al hambre de aquella cosa sin nombre que irónicamente compartía la vida con él.

La vida del huésped transcurrió lentamente, fueron años en los que sus extraños y constantes soliloquios pasaban como rutina por los pobladores del lugar, aunque en los “últimos tiempos” había captado bastante atención por parte de un recién llegado psiquiatra quien había cobrado un extraño interés por Julián, especialmente por su discurso y por lo peculiar de su caso; Durante días y semanas, apuntó las palabras expectoradas por él; su cuaderno de notas se transformó en un bizarro poemario repleto de declaraciones en las que se cruzaban estrofas pobladas de pirañas invisibles y minúsculas que adherían sus fauces a los tejidos internos del cuerpo, deleitándose en saborear cada pedazo de cartílago y nervio; hablaba de termitas infernales y su poderosa marcha cuyas huellas de desolación solamente dejaban un sinfín de huesos astillados o huecos por el hecho de haber sido consumidos en todo su interior; y en el clímax máximo de sus pesadillas inconscientes, los versos hablaban acerca de un ente que no contento con consumir cualquier vestigio de lo que existiera dentro del cuerpo orientaba su hambre a ir más allá de eso, ya que si llegara el momento de que la carne no le bastara para satisfacer el apetito, entonces habría que buscar algo mucho más suculento, quizá algo más superior, tal vez el alma. La hora se aproximaba, Julián se daba cuenta por la progresiva diferencia que sentía cuando sufría el insoportable dolor, proveniente de ningún lado y de todos a la vez. El deseo impregnado de tortura traducido en cada mordisco que aquello prodigaba en el organismo de Julián se convertía a cada momento en un mayor y progresivo tormento, horrendo calvario adornado con funesta angustia, una punzada que se transformaba en un millón, cuya fuerza atravesaba cada milímetro de los restos de humanidad. Cabía la posibilidad de que el banquete se acercaba ya a su recta final.

El tiempo siguió con su paso, imperceptible para el delirio, atroz y cruel para la normalidad. La pared mostraba como las hojas de anotación del psiquiatra iban dando paso a muchas otras, cuadernos enteros. Julián seguía quejándose, admitiendo ahora que su corazón a duras penas se mantenía intacto aunque “aquello” ya lo tenía apartado, mezclando una sanguinolenta merienda con extractos del vasto espíritu humano cuyo consumo parecía prolongarse hacía una horrenda eternidad. Existían momentos en los cuales Julián decía poder sentir la presencia de aquel ente en el interior de su estomago, absorbiendo los jugos gástricos hasta dejar únicamente una superficie árida e irritada la cual lentamente se desvanecería triturada, y de las paredes estomacales únicamente quedarían retazos e hilachas de tejido que ni siquiera podrían retener un pedazo de escoria, aunque a pesar de aquella infausta verdad Julián continuaba tragando la infernal comida que aquel recinto le prodigaba, pese a la certeza de que aquella únicamente se derramaría sobre sus órganos sobrevivientes, quedándose desperdigada hasta comenzar a volverse putrefacta, incrementando la repugnancia y el gusto del ente, habido de corrupción y hediondez.

La película parecía larga y aburrida, por tratarse de la vida completa de un esperpento, pero el precio valía la pena para contemplar aquel espectáculo, para comprender lo estúpido e irreal que había resultado todo. Las imágenes prosiguieron el desfile de vivencias por el camino de un tiempo muerto. De pronto, Julián comenzó a sobresaltarse, y sintió que la cosa que habitaba dentro de él también experimentaba cierto estremecimiento aunque lo hacía por el goce triunfal que significaba volver a vivenciar aquel instante, un tiempo cuya silueta comenzaba a plasmarse en blanca superficie. Ese día todo cambio, las cosas ya no tuvieron retorno y el final abrió su telón mostrando a un Julián sentado en medio del grande y mugriento patio del hotel psiquiatría; Parecía un día como cualquiera, propio de la estación invernal la cual prodigaba a la escena aquella sensación de humedad que parecía colarse discretamente por los pulmones hasta llenarlos salvajemente de agua; la llovizna había improvisado en el piso pequeños charcos de agua estancada recreando obscuros y pestilentes oasis por toda la extensión del patio el cual como era costumbre, se hallaba poblado por un gran número de huéspedes quienes deambulaban por cada rincón, acompañado cada uno de su demonio personal, de su locura y delirio, de su deseo de apartarse del mundo y convivir únicamente en su pequeño universo multicolor escapado de aquella masa gris a la cual solíamos llamar realidad.

Julián podía recordar claramente todo lo ocurrido y ahora lo podía volver a ver, “en vivo y en directo”. Allí estaba nuevamente la imagen de aquel sujeto avejentado, con el cabello recortado burdamente, exhibiendo una cicatriz de cirugía en su cabeza, dando la impresión de ser un monstruo propio de una película sci-fi clase B al cual se le había practicado una humanitaria lobotomía; el ser caminaba torpemente y cada cierto tiempo comenzaba a golpearse la cabeza y a hablar consigo mismo recriminándose insistentemente a fin de callar algo invisible que cada cierto tiempo se divertía susurrándole actos inaceptables que amenazaban con irrumpir en todo su esplendor sobre su depravado equilibrio inyectándole la dosis final del exquisito caos. De pronto, la imagen proyectada palideció con el cuadro de aquella extraña punzada que agobió el pecho de Julián, impulsándolo a hablar acerca del hambre del ente que convivía con él, del apetito de aquella cosa la cual se cobraba con alguna parte de su organismo; sin embargo, en esa ocasión la punzada comenzó a multiplicarse, ya no se ceñía únicamente a una parte del cuerpo, de pronto comenzó a manifestarse infinitamente por diversas partes del organismo, y mientras su número se iba incrementando, con él también lo hacía el miedo a lo inevitable. En ese instante el aire se hizo pesado, y su cada vez más creciente impureza se dejaba sentir sobre los corazones y las desvencijadas mentes de los huéspedes del hotel psiquiatría. Por fin todo dio inicio, se combinaron los dolores que aquejaban brutalmente a Julián, el viciado ambiente que descendía, lo grisáceo y deprimente del día, la suciedad de costumbre pero que ante aquella inicial combinación elevaba su putridez a la enésima potencia, y por último la locura de los habitantes quienes uno a uno fueron cayendo en un abismo instintivo más profundo que el acostumbrado, en cuya boca se extraviaron sus débiles defensas psíquicas creadas artificialmente por los medicamentos y que en ese instante se diluyeron para dar libertad a innombrables bestias transfiguradas en la carne de los infelices habitantes del hotel psiquiatría. Julián volvió a verlo; la génesis, un hombre vomitando palabras acusadoras a todo el mundo, increpándoles el hecho de querer hacerle daño, lanzando insultos que en un principio eran ignorados por el resto de huéspedes, inmersos cada uno en la errada búsqueda de su extraviada razón; nadie hacía caso real al belicoso hasta que aquel comenzó a lanzar al suelo a cuanto se le cruzaba por su camino; esta vez el impacto si dio que hacer al resto, sobretodo a los más violentos, uno de los cuales levantó una voz terrible e inhumana, demasiado poderosa para alguien tan viejo pero así de sorprendente también fue su siguiente reacción la cual fue el hecho de venir corriendo, llevando en la mano un grueso palo de escoba, profiriendo rugidos que se manifestaron en la forma de un pasmoso golpe que dio por los suelos con el “acusador” inicial cuyo cuerpo rodó por unas escaleras hasta dar con su rostro empapado en un charco de agua estancada. La humanidad real por fin estaba libre para dejarse ver, lejana a cualquier atadura convencional, de todo límite, de todo molde social, era pureza en pleno que se regocijaba en las vidas de aquellos desdichados. Por otro lado, y de una forma diferente pero compartiendo la misma esencia que nutría a sus compañeros, se hallaban desparramados los idos del mundo, aquellos que solamente habían dejado sus carcosas armaduras de carne sumidas en inmunda inexistencia mientras sus mentes pululaban perdidas en purgatorios y limbos, mostrando esos mundos por sus ojos perdidos y por la saliva que descendía de cada una de sus bocas; aquellos seres esta vez dejaban ver su terrible aislamiento interno adornado por sus cuerpos que se estremecían retorciéndose sin parar mientras que sus ojos se transformaban en dos esferas blancas e inhumanas, a la vez que sus bocas se abrían desmesuradamente deformando terriblemente los músculos faciales, dejando ver horrendas fauces que se abrían a una realidad negada para ellos, quizá en un inútil afán por devorar aquella vida tan apartada la cual los dejaba simplemente tirados por distintos rincones, anónimos sus cuerpos, “ausentes” de los dueños, profiriendo silenciosos gritos mientras sus iníciales estremecimientos culminaban en una pasmosa quietud, más horrenda que la acostumbrada, una inercia corporal que daba la impresión de una contranatural amalgama entre la vida y la muerte, que era bienvenida por sus otros compañeros, aquellos que aun “vivían”, danzando desenfrenadamente a su alrededor, tropezando con sus cuerpos mientras gritaban por todos lados, corriendo de un extremo a otro, imbuidos en un frenesí propio de antiguos y olvidados tiempos tribales que resucitaban en un alucinado e infernal “rave” repleto de demonios transfigurados en colores psicodélicos, danzando sobre la pegajosa superficie la cual se asemejaba a un revoltijo de cerebros descompuestos y cuya escoria se exhibía como recuerdo de las mentes que alguna vez albergaron; Pero mientras todo aquel pandemónium se salía de control de los encargados, mientras aquellos recién comenzaban a darse cuenta de la situación y se esforzaban en controlarla, reprimiendo el miedo que pudieran sentir de que aquello se saliera aun más de cualquier control; mientras eso sucedía, Julián se veía a sí mismo, en medio de todo el patio, como el núcleo que irradiaba los raudales de locura, alimentando el delirio de sus compañeros; allí estaba él, con la mirada perdida, extendido sobre el suelo, nadando en basura tangible y psíquica, solo y rodeado de tanto caos, mientras por dentro aquel ser, su acompañante desde el momento de su nacimiento, se deleitaba en sus mordiscos y porciones devoradas, ansioso por cada milímetro de su ser, una ansiedad que le era familiar desde que era un niño y cuya locura le había llevado a preguntarse si alguna vez aquel progresivo sadismo terminaría por desembocar en una orgia final y decisiva, una inquietud que pronto alcanzaría su satisfacción, él se dio cuenta de ello, Julián reparó en su obscena realidad, la que tanto había esperado, por fin conocería el desenlace.

Al fondo de uno de los pasadizos, un grupo de hombres de avanzada edad, quizá los más viejos del hotel psiquiatría, comenzaron a llorar de forma desconsolada combinando lamentos regresivos de recién nacidos con gritos desaforados de ancianas bocas hartas de una eternidad de dolor; por otro lado un sujeto flaco y alto, con los ojos más hundidos que los de un frío cadáver, corría casi desnudo por los pasadizos, envuelto únicamente con una sucia sabana que le servía de improvisada túnica, y su desesperada carrera no se detenía, atropellando a delirantes y llorones, a seres violentos inmersos en guerras internas y a confundidos enfermeros, nada lo paraba mientras corría hacia la vieja y desvencijada puerta de salida, y con sus frías y huesudas manos sacudió la astillosa superficie con terribles golpes que terminaron por desangrarle, mientras la sabana se resbalaba de su cuerpo revelando su macilenta desnudez al tiempo que desnudaba su propia alma en agobiantes gritos que alumbraban una llamada, pronunciando un nombre común, el nombre que es tortura y seguridad en la boca de los niños, pronunciando la palabra “padre” una y otra vez, llamándolo como si recordara el momento de su abandono y él por más esfuerzo que hacía no podía cambiar aquel recuerdo, no podía retener al progenitor quien nuevamente le dejaba a un lado, presa del ahogo, de la furia y del dolor, sensación última que terminó acrecentándose cuando sus huesos recibieron la golpiza de los encargados, en un desesperado intento por tratar de calmarle. Así veía las cosas nuevamente Julián, así volvía a percibir la agonía de sus compañeros, cuyas mentes compartían en el sufrimiento, aunque de distinta índole, luchando como él, librando una batalla perdida que en su caso denotaba la guerra con aquel parasito incomprensible que le acompañaba incluso desde antes de su paso por el portal materno pues ahora estaba seguro de haber convivido con eso desde que era un ínfimo embrión. La “infección” era sinónimo de vida para Julián pero ahora, en el centro del patio del hotel psiquiatría, se debatía con los momentos finales, convencido totalmente pues ya no percibía “calma” en la cosa que le habitaba, sentía que esta vez no pararía, y fueron esos instantes en los cuales comenzó a debatirse con un sinfín de emociones que le impulsaban a querer agujerear su cuerpo para sacarse aquello, a gritar su desesperación con la convicción necesaria para que alguien le creyese; en suma necesitaba morir, ansiaba el beso frío que de una vez por todas acabase con lo prolongado de su padecimiento cuya demora era de por si insoportable; él no lo había soñado así, el “último momento” debía ser instantáneo, el final que había imaginado no debía ser tan angustiante y eterno.

La boca abierta de Julián estaba muda, nadie le hacía caso, él era un enfermo más al cual una sobredosis de pastillas terminaría por ayudarle, enviándolo a un conveniente limbo dentro del cual “moriría” tranquilamente y sin decir una sola palabra, muerte irreal pero conveniente, beneficiosa para las bestias eternas que se alimentan de ellos, los huéspedes olvidados de la existencia.

Luego de un tiempo sin nombre, la puerta de acceso se abrió dando paso a un gran número de enfermeros y doctores quienes irrumpieron violentamente, atropellando en primera instancia al huésped que hacía un momento había corrido desesperadamente a la salida y que se hallaba desparramado en el piso, cansado del dolor, de gritar, de pensar, de vivir; él fue la primera “victima” del personal de refuerzo, armado de potentes químicos que dieron con su insania en el trasto de basura existencial más cercano; la labor de los recién llegados se prolongó hasta que finalmente la calma fue restaurada en el hotel psiquiatría; los huéspedes cayeron en el maravilloso sopor artificial que los medicamentos prodigaban, hasta que finalmente solo quedo él, Julián, cuyo cuerpo reposaba desparramado en lo hediondo del suelo mientras su mente viajaba a los escenarios que antaño dibujaba en las paredes de su juventud; así se encontraba mientras él mismo se observaba desde su “futura” habitación, así pudo ver de nuevo como se encontró rodeado por infinidad de batas blancas los cuales dieron rienda suelta a la satisfacción de su hambre por aliviar tormentos psíquicos, sin embargo nada parecía hacerle efecto, no había limbo para él pues los medios de transporte no funcionaban ni daban visos de trabajar, el seguía prisionero junto con aquella cosa y no existía puerta falsa para su sensibilidad; comenzó a gritar y retorcerse, ante eso, ante la ineficacia de los cocteles aplicados, nadie atinó a comprender o a hacer más por él, la decisión fue unánime y humana; al no hacer efectos los medicamentos, Julián era abandonado a su suerte en medio de la nada, los bata blanca le dieron la espalda. Solo nuevamente, Julián se debatió en medio de su próxima muerte, como él creía, acompañado únicamente de sus gritos y súplicas para que alguien le abriera la carne de una vez a fin de poder contemplar los ojos de aquella cosa, por fin poder verlos realmente y no solamente en sueños como solía hacerlo; poder coger su repugnante esencia y lanzarlo al abismo de la condenación, y así ya por fin morir y descansar en paz, lejos de la ignominiosa cosa, similar a la vida misma. Los enfermeros y médicos se alejaron y Julián se vio retorciéndose en el suelo, inmune a las medicinas pero propenso a la locura, cuando una voz convocó nuevamente a los que ya se iban; era aquel psiquiatra, ese al cual se hizo alusión al inicio de toda esta historia, aquel interesado en la persona de Julián, casi un amigo. En un principio pocos le hicieron caso sin embargo ante la insistencia de sus llamadas acudieron en conclave y cuando estuvieron reunidos comenzaron a llover citas al juramento de salvar vidas y “mierdeadas” ante la inconsciencia de aquellos profesionales cuyo desapego por aquel pobre despojo les arrebataba cualquier indicio de cordura lo cual era lo único que les separaba de los huéspedes del hotel psiquiatría, un nexo que les posibilitaba el hecho de poder salvar o aliviar vidas y no el condenar al infierno a los huéspedes pues entonces cabría hacerse la pregunta de ¿Quién estaba más loco?

Al Julián espectador le dio algo de risa el discurso de su improvisadamente colosal salvador; al ver que los demás comenzaban a hacerle caso, pensó que seguramente le obedecían con tal de verse libres de su moralina hipocrática. El grupo de batas blancas optó finalmente por poner a Julián en aislamiento, ataviándolo con una bella camisa de fuerza, rellenándolo de tranquilizantes cuyo gran volumen terminó por reducir en algo su agitación aunque en su aturdimiento aun continuaba repleto de sus supuestos delirios, recitando de manera agobiante acerca de la cosa que avanzaba por sus órganos, rasgando y reduciendo a guiñapos su alma.

Y eso era todo, aquella última imagen daba por terminada la “película”, no había créditos ni nada por el estilo, solamente la sensación final de estar nuevamente frente a una pared adornada únicamente por la pureza del blanco cuya salvaje cotidianidad le devolvía al momento actual y a la nada. Derrumbado en aquel sitio, Julián contempló su propia vida ya no en la paredes sino dentro de sí; allí, sumido en sus pensamientos se observaba e incluso en esos instantes privados terminaba acompañado de aquella cosa, incluso podía verla con mayor nitidez cobrando formas desconocidas que ataviaban el misterio de su ser; Así, su esencia se presentaba pegajosa, deslizándose por los rincones de su cuerpo, nadando en su torrente sanguíneo, corroyendo cada extracto de sus tejidos y células, dejando a su paso un conjunto de órganos deshechos y apiñados en cúmulos pegajosos de restos que alguna vez conformaron el sistema vital de un ser humano; por aquí podías ver pedazos de un corazón a medio devorar, con sus venas y arterias desgarradas, empapado en el líquido rojo que antes vivificaba sus latidos; por allá podías ver un hígado repleto de pústulas, producto de la corrupción que sufría al tener contacto con la cosa, ansiosa de degustar su sabor favorito, la esencia embriagante de lo putrefacto; Por otros rincones yacían pedazos de estomago adornando una inmensa masa de intestinos convertidos en materia informe, aderezados en jugos y ácidos gástricos, en espera del hambriento comensal quien daría rienda suelta a su hambre, no perdonando siquiera a las fructíferas sobras las cuales serían adecuadamente consumidas hasta dejar únicamente un espacio vacío y hueco el cual representaría el cada vez más cercano momento en el que Julián se convertiría en un frío cascarón resquebrajado que se iría reduciendo a pedazos y luego a un polvo cuya esencia se elevaría en los brazos de los vientos con dirección a mundos desconocidos. En medio de aquel deliciosamente aberrante momento, a pesar de lo absorto de la situación, Julián aun pudo sentir como se abría la puerta de la habitación que tan “amablemente” le habían brindado los administradores del hotel psiquiatría, dejando entrar una curiosa figura.

El psiquiatra se sentó frente a Julián, guardando un respetuoso silencio inicial para luego comenzar con sus preguntas. En el fondo Julián admiraba esa bizarra e inútil preocupación, experimentada por un temeroso ser imbuido del sentido del deber profesional; el sujeto era digno de lástima pero a la vez regocijaba el contemplar una voluntad tan rara para la época en la que se vivía. El psiquiatra estaba empecinado en proseguir su lucha por rescatar el alma de Julián; una vez más pretendió atacar la causa, buscar el origen, indagar de manera urgente sobre los males del huésped aunque él ya se lo había revelado, sin embargo el médico no le creía pues quizá resultaba difícil entender el hecho de que una persona dijera que una cosa nació con él y que desde ese instante aquella se mantenía entretenida devorándole lentamente por dentro, matándolo por toda una eternidad ¿quién en su sano juicio creería un desvarío como aquel?
Las palabras mudas seguían su curso pero la mente del huésped las pasaba por alto por su trivialidad, pues ella se hallaba concentrada en otros asuntos más importantes como el hecho de contemplar como el último órgano del cuerpo sucumbía al hambre de la criatura. Todo este día repleto de insania fue la perfecta antesala para el plato principal; el llanto silente de los orates y enfermos se fundió en un solo lamento hermanado en el trastorno de tantos seres que lloran en silencio dentro de sus propios y desquiciados mundos. Allí en medio de todo lo enfermizo, parecía reinar el “ser”, confundido con la enfermedad, regocijándose en secreto, disfrazado por un velo de trastornos, sin que nadie creyera en su existencia lo cual era perfecto para su satisfacción, para pasar desapercibido, para hallar nuevas victimas, para unirlos en la gran comunión que parecía pulular por este mundo desde tiempos innombrables.

Absorto y ajeno al psiquiatra, Julián acompañaba al ente en el último tramo de su viaje. Delante de ellos yacía una masa arrugada, quien diría que en ella residían las cualidades psicológicas que nos convertían en humanos racionales y pensantes, separándonos de los demás seres vivos, dibujando nuestra bizarra peculiaridad; quien diría que en uno de sus rincones olvidados existía el mismo corazón del alma humana, el asiento desconocido en el cual creían las grandes civilizaciones desde tiempos inmemoriales, aquel lugar en donde la misma humanidad depositaba el soplo original, aquel mismo que significaba mente, existencia, alma o espíritu, misterios que en conjunto constituirían el plato principal. Julián fue testigo en primera persona de la forma en como el ser comenzó a desgarrar la delicada película protectora, recorriendo luego un laberinto de pulpa, rellenando sus orificios de excremento, dándole un toque añadido de suculencia presto a la inminente trituración de su materia, pedazo a pedazo hasta ser reducido a un pequeño extracto de lo que alguna vez fue un cerebro; solamente quedaría un minúsculo fragmento que finalmente terminó por diluirse y en ese instante se escuchó un grito sin fin que anunciaba la muerte de lo más sagrado de la creación.

Las palabras del “muerto” se transformaron en frases proferidas por el antinatural movimiento de su boca y su discurso estrafalario tomó la forma de historias absurdas que viajaban por el espacio mientras unos ojos seguían perdidos en algún punto del infierno; sus cuentos terminaban en el último pasaje de su vida, dando a conocer que su existencia en el mundo había terminado y que la muerte tomaba posesión de él, aunque lo curioso era que aparentemente continuaba respirando, hablando y soñando despierto; pero él estaba muerto, debía estarlo pero sino, entonces aquello significaba una nueva aberración, detalle que fue captado y atendido por el psiquiatra quien parecía descubrir una improvisada arma que le ayudaría a enfrentar y desenmascarar aquel mundo de locura el cual comenzó a ser violentado por una tormenta de argumentos desatado por el profesional, dando inicio a la batalla con el “trastorno” del huésped.
El lenguaje de la enfermedad era difícil de rebatir, se trataba de una guerra de contradicciones que buscaban ocultar y revelar una pequeña senda de esperanza. El absurdo se enarbolaba como la bandera de guerra del profesional y la batalla recayó dentro de un camino tortuoso en busca de aquel extraviado y necesario pedazo de cordura, pero hallarlo dentro de tanto caos requeriría que el psiquiatra se situase por encima de su débil humanidad. La enfermedad se defendió y sus justificaciones hacían palidecer los alegatos de la razón pero a medida que el tiempo pasaba, la voz de Julián se tornaba cada vez más temblorosa y dubitativa, la firmeza de sus argumentos cedían paso al cuestionamiento, a no creer en la realidad de la bestia quien parecía comenzar a sentirse extenuada frente al ataque externo así como a una extraña fortaleza proveniente del alma del humano cuya fuerza parecía resucitar de las cenizas de la mente.

El psiquiatra continuó con su dialogo, hablando y repitiendo ferozmente acerca de lo ilógico de la idea de muerte manejada por Julián, de la paradoja que dibujaba su situación en la cual vida y muerte se sucedían al mismo tiempo, compartiendo en su malograda carne una coexistencia disimulada en la blasfema respiración de Julián quien continuaba hablando como si nada del mundo hubiese pasado mientras proclamaba el evangelio del sufrimiento escrito en su ser sin que su cuerpo mostrase señales de colapso o sin visos próximos de ver transformada sus carnes en un montón de pestilente gelatina.

Julián trataba de rebatir lo que el psiquiatra decía pero todas sus afirmaciones eran respondidas con frases que eran alusivas a su estado vital, al hecho de que aun continuaba en el mundo de los vivos, peleando por su derecho de decir que estaba muerto pero sin estarlo, luchando por lo que creía y sentía, enarbolando un espíritu que solamente un hombre vivo posee, una verdad que la bestia trataba de robarle, de arrebatarle ese oculto extracto de cordura que seguramente devastaría las garras de la sin razón, era menester el denodado esfuerzo de destruir aquella pequeña esencia pero Julián no podía permitirlo, junto al psiquiatra debían proseguir rumbo a su victoria final.

Luego de un buen tiempo, el psiquiatría advirtió en los ojos del huésped la creciente resistencia a su propio mal, ese brillo tan especial que ya había advertido en otros casos, la luz de la victoria que nace frente a la muerte del delirio; las defensas del “monstruo” parecieron colapsar totalmente y en un instante sus respuestas defensivas callaron, permitiendo que asomase con mayor fuerza la normalidad; Por un momento Julián pudo observar el ambiente en el cual se encontraba, libre de la película distorsionada que anteriormente contemplaba pero aun confuso por experimentar el frágil gozo de vivir; Reconoció en parte el espacio al cual estaba confinada su existencia; de pronto, se fijó en la persona del psiquiatra, extrañándose un poco por aquella agitada silueta; él no sabía de quien se trataba y por qué estaba allí, ni siquiera entendía la razón por la cual él mismo se encontraba recluido en ese sitio, rodeado de tanta soledad violada únicamente por sus propias sensaciones, por el fluir de su respiración, por los latidos de su corazón, por los sonidos de su pensamiento, por la vida, pues a pesar del limbo en el que estaba aun podía sentir vida, podía hacerlo de nuevo; al darse cuenta de ello observó nuevamente al psiquiatra, lo miró fijamente a los ojos, sonrió y le dijo: “Creí que moriría antes de gozar lo que significaba estar vivo de verdad”; Ante aquella declaración, el psiquiatra estuvo a punto de saltar hasta el techo, regocijado por el pequeño pero significativo triunfo que lograba luego de aquel día en el cual había reinado el imperio del delirio; observó satisfecho al huésped quien tampoco dejaba de observarlo y cuyos ojos siguieron al médico hasta el momento en que este salió al patio, olvidando incluso el cerrar la puerta de la habitación pues tanto era el regocijo que experimentaba ante aquella ínfima pero trascendental satisfacción. Respirando el aire del hotel, los pensamientos del médico se fueron más allá del límite de su lógica, ciego por la inusitada emoción que sentía; Yendo sobre el presente, el psiquiatra pensó en el futuro adornado de sesiones terapéuticas las cuales irían devolviendo el equilibrio, restableciendo el círculo vital que devolvería al mundo a Julián; Se veía como un antiguo alquimista preparando ancestrales brebajes transmutados en modernos químicos que tomaban forma de medicación y ellas danzarían en la mente del loco hasta regresarle su consciencia arrebatada; la esperanza de recuperación se plasmó en una imagen que quizá muy pronto sería realidad.
En la habitación, Julián continuaba tendido, y en su rostro aun se mantenía aquella última sonrisa esbozada cuando pronunciaba la monumental frase que parecía haberle salvado de su condena de muerte en vida; una mueca que simbolizaba el frágil concepto de felicidad aunque pronto la misma se descubriría en el rostro de una miserable mentira. Así lo descubrió el psiquiatra cuando regresó al cuarto, aun orgulloso de su triunfo, cerrando la puerta tras de sí, luego de lo cual se acercó a Julián, brindándole palabras de aliento y felicitación; estaba seguro que a partir de ese día todo cambiaría. Satisfecho con su trabajo, el médico se acercó aun más al huésped. La mueca seguía enseñoreada sobre la fría carne disimulando vida pero todo era ya inútil; el psiquiatra tocó con su temblorosa mano la humanidad de Julián la cual se desplomó sobre el acolchado y blanco suelo, y su caída fue eterna y con ella se diluyó la fe. El golpe fue inusualmente estrepitoso y al contacto con el suelo el cuerpo de Julián se quebró como si se tratase de una inusual figura de porcelana, y así aquella crisálida que hasta hacía unos momentos representaba a un ser humano terminó por hacerse pedazos, reduciéndose a un gran cúmulo de polvo; y el silencio se apoderó de aquel lugar; y el psiquiatra no sabía que decir, no atinaba a hacer nada, únicamente a contemplar aquel reguero de polvo que muy pronto se elevaría por las cumbres del olvido. El psiquiatra cerró sus ojos tratando de entender lo sucedido, arrepentido, compartiendo instantes de locura que le cuestionaban el hecho de no haber creído en los desvaríos del hu­ésped, aunque aquello sonara de lo más absurdo, impropio para un científico de la mente.

- “Las cosas no siempre son lo que parecen”

Los ojos del médico se abrieron de súbito, alterado por aquella extraña invasión; en el cuarto no había nadie pero aquella voz grave no provenía de afuera, había nacido del vientre del aposento vacío en el cual no había persona alguna salvo él y aquello, aquel montón de polvillo mas cuando volvió a reparar en el mismo éste se reveló repentinamente con una forma desconocida y atemorizante. El psiquiatra reparó en aquello, polvo acumulado que había tomado la apariencia de un rostro aterrador coronado con horripilantes ojos rojos que preludiaban a un gesto degradante cuya esencia comenzó a expectorarse a través de una retorcida y antinatural risa mientras los ojos se movían de un lado a otro y la boca se reinventaba en formas que constituían una burla a la realidad. El psiquiatra cerró los ojos desesperadamente y en su autoimpuesta ceguera deseó fervientemente la muerte de aquella alucinación, y así estuvo por unos minutos hasta que por fin tuvo el valor de volver a ver el mundo, encontrándose felizmente con un lugar poblado de nada. Abrió la puerta y un aire putrefacto ingresó al cuarto llevándose consigo toda la esencia malsana que allí habitaba, incluso al mismo médico quien abandono presuroso el lugar no sin antes creer haber advertido unas manchas que parecían poseer los muros de aquel sitio, visión fugaz que seguramente conformaban los rezagos de aquel momento de locura e irrealidad cuya cumbre se manifestó en la infame cara cuyo recuerdo lentamente pugnaba por diluirse en el credo de lo alucinatorio. El psiquiatra ya fuera del cuarto, comenzó a pensar en lo sucedido, comenzando una seguidilla interna de cuestionamientos que lo llevaba incluso a dudar de la existencia de Julián pues quizá todo era parte de una psicosis producida por la presión del trabajo o por el inquietante ambiente del Hotel Psiquiatría; El médico pensó que era necesario salir de ese sitio, tomarse aunque sea una semana de vacaciones para poder respirar, libre de los rezagos de las mentes desequilibradas, libre de aquella cosa, de aquel hombre echo polvo, de sí mismo y del abismo que parecía esperarle.

La puerta de la habitación comenzó a cerrarse y por cada momento de su recorrido, las manos del médico convulsionaban mientras anhelaba el hecho de sellar completamente aquella abertura, mas cuando esto se produjo se dio cuenta que no podía retirar sus manos del asidero. De espaldas al mundo, el psiquiatra se despidió silenciosamente de todo lo vivido en ese sitio como si al hacerlo recitara una oración que le permitiría ser libre nuevamente; sus manos lucharon por desasirse de los recuerdos pero parecía una tarea imposible mas al final sus dedos pudieron desprenderse de la puerta y entonces el psiquiatra comenzó a darse vuelta al mundo que le daría la bienvenida; por fin podría descansar; volvió los ojos ansioso por recibir la luz de la vida pero en su lugar se encontró cara a cara con un rostro dibujado en el mismo espacio, formado por partículas cuyos átomos trazaban formas en el mismo aire a la vez que generaban una estridencia traducida en similar a sonoras carcajadas que desgarraban el espectro de las mentes mientras el rostro se difuminaba hasta desaparecer, quedando solamente la risa, el ruido eterno que se quedaría grabado en la mente del infeliz médico quien desde ese momento caía en la desdicha de saber que nada volvería a ser como antes, ya no más.

El viento soplaba como preludio al fin de los días; el tiempo corrió y las cosas que fueron ya no eran. En el hotel psiquiatría, todo siguió transcurriendo de manera monótona; los huéspedes deambulaban por los pasadizos sucios, los enfermeros y enfermeras mataban el rato jugando voleibol, en la cocina se preparaba la extraña y cotidiana mezcla que fungía de almuerzo, y el cielo complotaba con un ambiente gris tan falto de vida que complementaba y daba el toque distintivo a aquel universo. Solo, completamente olvidado como todos los demás huéspedes, una triste imitación de vida se hallaba derrumbado en medio de su celda o mejor dicho de su “suite”, vanos habían resultado los intentos del personal por hacer que aquel huésped participara en sus hediondas y recreativas actividades, inútil el esfuerzo del psiquiatra por llegar a él pese al entusiasmo que guardaba como profesional recién llegado al hotel psiquiatría. Largos eran los días de aquel huésped mientras su vida se diluía en un sinfín de ilusiones muertas y perdidas, engullidas por una realidad que lo odiaba y lo expectoraba fuera de ella; solamente allí, en aquella blanca habitación, el huésped lograba aquel espacio de no vida que le servía como recurso de sobrevivencia y como cárcel impuesta que le impedía morir. Sus ojos buscaban en lo alto aquel instante en el cual se vio condenado a aquel hotel tan repulsivo, pero cuando encontraba aquella causa, sus orbitas oculares se abrían desmesuradamente, gritando en total silencio, solamente el brillo enfermizo de sus ojos hablaba, mostrando la sombra de un algo al cual estaba atado, lo había estado desde aquel maldito día, desde que tuvo la brillante idea de salvar a alguien y que al final terminó dando con el fin de su vida y el comienzo de algo nuevo y pervertido.

En las mugrientas paredes, al costado de la puerta de la habitación, se ubicaba una placa en la que se hallaba grabado el nombre que identificaba al ocupante de la misma aunque su nombre y lo que alguna vez fue resultaba irrelevante en éste dantesco nuevo mundo. En la puerta descansaba el nuevo psiquiatra, desparramado luego de su diario discurrir por habitaciones y pasadizos; allí, detenido en el tiempo, el observador incisivo seguramente notaría los primeros rasgos de lo que pronto sería una sutil desesperación por vivir en aquel sitio y por darse cuenta de cuan desgraciada e irrelevante sería su existencia, temiendo además a un destino frente al cual preferiría cerrar los ojos aunque aquello quizá le resultaría imposible ya que todos los días se vería obligado a abrirlos, a verse cara a cara con lo que le rodeaba, a enfrentar el posible desenlace de su existencia, sentado no fuera sino dentro de aquel cuarto blanquecino, con los ojos desorbitados, observando una nada que era un infierno, del mismo modo que aquellos huéspedes que trataba y a la vez despreciaba, tal como aquel que yacía en la habitación en cuyo portal descansaba su fatigada humanidad, aquel que habíase condenado al averno por haber sido tan soberbio como para pensar en destruirlo por si solo, por creerse más grande que el mismo mal, confundiendo todo eso con el deseo de salvar a un alguien, humanismo depravado del cual pocos se atrevían a mencionar y es que aquello como muchos otros secretos, terminarían sepultados en la cripta de los recuerdos del hotel psiquiatría, maquillados con la convincente e insulsa rutina “normal” del lugar.

La inscripción en la puerta del cuarto se hallaba sucia. El médico seguía sentado. Dentro de la habitación, el huésped tenía los ojos aterrorizados. Todo seguía igual. La vida se diluía en su propia negación y una sombra se hacía una en la nada luego de haber realizado su diaria visita a un querido y obligado amigo, alguien que lo confundió con locura y que ahora le padecía. Una risa insondable se extravió en el espectro, solamente algunos pudieron escucharla pero su sonido siempre era interpretado como componente de innumerables alucinaciones y delusiones. Los huéspedes del hotel psiquiatra le escuchaban a cada momento, trastornándose aun más ante tamaña sinfonía en solitario que de pronto se veía acompañada por voces hermanas de las muchas que pululaban por aquellos lares, y su conjunto se transformaba en una feroz y desquiciante orquesta que carcomía los sentidos, cuyo eco se enclaustraba en la mente de los huéspedes y pobladores del hotel psiquiatría.

Alguien dijo alguna vez que pretender atribuir sabiduría al mundo de los locos era lo más insensato que se pudiese pretender, quizá ese alguien lo decía porque en el fondo le temía demasiado a su propia insania, un temor que compartía el nuevo psiquiatra así como su predecesor quien continuaba perdido en su habitación, absorto de enfermiza y desquiciante claridad, sumido en un espacio que curiosamente era el mismo que en un tiempo ocupó su último paciente, de cuya pasada existencia tampoco se suele hablar demasiado.

Y mientras el antiguo psiquiatra continuaba sonriendo a la vez que por dentro se deshacía con la sombra de aquel invisible visitante cuyo recuerdo le devoraba la mente y las entrañas, mientras eso ocurría, los recuerdos seguían fluyendo de todos lados para luego irse, pero el hotel psiquiatría seguía allí, continuaría prevaleciendo, habitado por una especie desconocida que sin embargo acompañó, acompaña y acompañará a los humanos hasta que el tiempo y el espacio se diluya; viven en este recinto cuyo alcance se extiende hacia la misma eternidad, hambrientos de humanidad, rodeados de un séquito de carne ávido a complacerles con sus propias almas; perpetuando su existencia y convivencia entre los mortales por los siglos de los siglos, amén.

CIUDAD SIN NOMBRE - pietA

El padre Edmundo veía correr las manecillas de su reloj, deteniéndose justamente a las 6 de la tarde, lo que significaba que estaba llegando el momento de iniciar el rito de la confesión de los fieles. Recto a su diaria tradición, el sacerdote salió de su despacho y se encaminó al templo, enrumbando por un iluminado pasadizo cuyos muros se hallaban repletos de hermosas pinturas propias de la escuela cuzqueña, repletas de ángeles y santos bien vestidos y adornados con excelso y divino lujo mientras mostraban al mundo aquel rostro contemplativo y compasivo que caracterizaba su divina esencia.

Cuando el padre Edmundo llegó a los recintos de la iglesia, ésta se hallaba bastante vacía pues aun faltaba una hora para el inicio de la misa. Como buen sacerdote, en el centro de su fe, esperó el arribo de los fieles mientras se dirigía a sentarse de una vez dentro del confesionario lo cual además le brindaba unos momentos de privacidad y reflexión, algo que agradaba e iba con su personalidad.

Los ayudantes del templo comenzaban a dejar sentir su presencia en el atrio y el altar, dando con los preparativos para la misa. Algunos fieles irrumpían ya con su tímida asistencia, ocupando las bancas de la primera fila a fin de guardar posición privilegiada a la hora de recibir la bendición divina; quizá pensaban que estando tan adelante el poder de dios los tocaría de una mayor manera por sobretodos los demás relegados de las filas posteriores. Otras personas deambulaban por los rincones, observando las dolientes imágenes de Cristo y sus Santos, representadas en los bien cuidados retablos cuya vista despertaba un ambiente de recargada solemnidad, comunicándose con un vínculo que hoy por hoy parecía perdido, una unión olvidada con el misticismo y con los tiempos antiguos del cristianismo, reemplazados por una peculiar soberbia que imbuía a la iglesia y que como el mismo Padre Edmundo solía decir, la extraviaba frente a su verdadera naturaleza.

El reloj daba las 6 y 45 de la tarde
- Ave María Purísima
- Sin Pecado Concebido
- Dime hijo, ¿Cuáles son tus Faltas?
- Padre, he matado a un hombre


El extraño no pudo contemplar el demudado rostro del Padre Edmundo quien presa de la confusión y la perturbación no atinaba a dar respuesta alguna hasta que por fin se atrevió a pronunciar la siguiente frase:
- Pero Hijo, venirme a decir tamaña noticia justo ahora que faltan 15 minutos para la misa.


Fueron simples palabras que salieron de la boca del religioso, propias de un ser humano presa del nerviosismo, las cuales le servían de escudo para manejar la impresión producida por un hecho tan impactante, revelado de forma excesivamente repentina. Pasada la primera impresión, el clérigo se sintió avergonzado por su inicial agitación, propia de una persona inexperta, aunque poniéndose a pensar quien no se sentiría tan fuera de lugar ante una noticia de tamaño calibre; hasta un sacerdote por más años que llevara en el servicio no podía estar exento de emociones humanas.

- Si lo prefiere padre, puedo regresar luego de que termine su rito, así habrá más tiempo para nuestra conversación; así estará mas calmado y recuperado de mi impertinencia y falta de tacto.
“Pecado de Sinceridad”, pensó el sacerdote mientras aceptaba el ofrecimiento del feligrés. Al salir del confesionario, el autor de tamaña revelación habíase esfumado fugazmente; no se podía distinguir si es que estaba sentado, representando el papel de cualquiera de los asistentes o en todo caso había vuelto a ser parte de las sombras anónimas que se deslizaban por distintos rincones de la iglesia, dejando ver de cuando en cuando sus tímidas existencias.


El Padre Edmundo jamás había vivenciado una misa tan fugaz, con un inicio y un final tan abrupto. Recitó mecánicamente las palabras propias del evangelio y las oraciones hasta que se dio cuenta que ya estaba dando la Bendición Final. El templo poseía ahora un público de anónimos e informes bultos obscuros que se ocultaban en el atrio en soledad, aunque en un rincón existía uno cuya timidez inicial dejaba paso a un atrevido movimiento que lo sacó de la obscuridad hasta asumir la débil silueta de una figura humana. El padre no pudo distinguir rostro o seña alguna que pudiera delatar la identidad de aquel individuo, aun así Edmundo respetaría su palabra. El confesionario se hallaba hambriento.

El silencio de la noche se vio remecido por fuertes y pesadas palabras, provocando que los oídos del Sacerdote se carcomieran en un mar de incredulidad, ira y temor.

Hacía días que escuchaba sus lamentos – inicio el penitente – saboreando en mi boca el dolor de su padecimiento como si se tratase del más fino y exquisito dulce de la creación. Por las noches, cuando caminaba solo y me cruzaba con algún noctambulo desprevenido, en mi interior anhelaba que fuese aquella alma atormentada, deseaba fervorosamente nuestro encuentro pues creo que nunca tuve a bien experimentar tanto dolor, el placer de sentir tan miserable un espíritu, creo que ningún humano soportaría tamaña angustia sin caer en la total locura.

Muchas semanas transcurrieron, siguiendo el camino de mi obsesión. Necesitaba un descanso o una manera de canalizar todos mis desvaríos. Mis pasos se detuvieron en una vieja y obscura casona cuya puerta desvencijada por poco cedió a los fuertes golpes que le propiné. Del interior de la misma apareció un rostro ajado y cubierto de repugnantes manchas, una cara que bien podría pasar por la de un achacoso y enfermo anciano, nadie podría imaginar que aquella criatura lindaba la barrera de los 30 años. El vicio puede hacer mucho por el ser humano, llevándolo indolente por las sendas de la putrefacción en vida de carne, sangre y espíritu; un baile hirviente en el gozo de una funesta trinidad lóbrega.

El repugnante anfitrión me condujo por una red de callejones hasta que por fin arribamos a mis improvisados aposentos. Un húmedo ocucho, tapizado con cartones y pedazos de periódicos, una luz bastante tenue y un desvencijado lecho de “piedra” similar a una lápida mortuoria. La parafernalia que encontré sería lo que me cobijaría durante toda aquella obscura noche, repleta de eternidad. El anfitrión se dispuso a irse pero antes de eso alargó un pequeño bulto hacia mí, luego de lo cual me abandonó conmigo mismo.

Rodeado de hambrientas sombras que me contagiaban su apetito, reparé en mi mano y en lo que ella contenía. Desde hacía unos días escuchaba rumores sobre ésta cosa, pura leyenda urbana inventada por adictos. Era un poema improvisado que hablaba de la substancia cuya posesión era todo un privilegio, una grandiosa dignidad para las manos que se atrevían y podían sostenerla. Conseguirla era toda una odisea pues no se la vendían a cualquier estúpido adicto, solamente a la bien llamada “vieja guardia” y a los iniciados que iban de la mano de la misma. Parecía una especie de nuevo culto, sociedad secreta o como quisieran llamarlo. Iluminados por lo que se introducían dentro de sí mismos, añorando experimentar aquel viaje trascendental, más allá de todas las fronteras conocidas por la delusión, por sobre todos los mundos que los alucinógenos permitían visitar. La cosa se llamaba “Hayu Marca”, la puerta a la muerte o la puerta a otros mundos o la puerta que te convertía en un dios olvidado en el fondo mas recóndito del Inconsciente Colectivo.

Tanta divagación sirvió para dar rienda suelta al torrente de pensamientos que solían asaltarme cuando estaba en plan solitario pero ya estaba bien de lluvia de ideas.

Cogí la substancia y a medida que ingresaba a mi cuerpo podía ver como se transformaba en un discreto e incoloro torrente que se mezclaba raudamente con mi sangre, recorriéndome sin dejar un solo pedazo sin mancillar. Mi organismo no la rechazaba ni entraba en conflicto con la misma, era como si el cuerpo en pleno la absorbiera, la tragara sin desperdiciar ni expulsar absolutamente nada de su esencia; no era como en los rituales de Ayahuasca en donde el organismo colapsaba reduciéndose en una crisis de debilidad y languidez, estado que precedía a las visiones internas que se desataban, la comunión con los dioses antiguos cuyo nexo se conservaba en la sombra de los supervivientes chamanes. Pero esto era distinto, era nuevo y no a la vez, se trataba de una fusión en pleno con un ser sin colapsar, era el asalto de lo primigenio acogido de manera apacible por el universo postmoderno, reunidos nuevamente luego de una época de perdición que los separó. Un tiempo que me hablaba y me decía que las cosas cambian para bien o para mal y que al final todo regresa a su comienzo. Podía sentir sutiles vibraciones transmitidas desde cada punto de mi ser, todas subiendo sin descansar en dirección a mi cerebro, forzando sus ataduras y descubriendo su lado sombrío e inexplorado, abriendo sus puertas olvidadas, recuperando el otrora nexo que comulgaba al hombre con la experiencia en toda plenitud.

No puedo explicar lo que luego presencie, solo puedo seguir relatándolo.

Vi una gran puerta dorada, inmensa y magnifica, guardando los reinos condenados que yacían en las tierras desérticas de Gaia, el nombre extraviado del mundo. Aquellos colosos no podían ser abiertos por fuerza física alguna, sino por pura voluntad y por el deseo irrefrenable de conocer e ir más allá de la consciencia. Lleno de confianza, me dirigí al gran portal y sin mucho esfuerzo, asombrándome de la facilidad con que lo hacía, abrí el mundo para mis ojos y delante de mí apareció un gigantesco vórtice el cual devoraba el tiempo y el espacio, precipitando mi persona con dirección a un posible viaje sin retorno.

Deslizándome por paraísos etéreos e intemporales, comencé a ver paisajes cuya apariencia me resultaban tan conocidas, como si hacía tanto tiempo hubiese pisado esas tierras. Las sombras de la opulencia se vieron consentidas cuando se dibujaron ante mí, tomando la figura de una gigantesca ciudad cuyo nombre invadió mi cabeza. Enoch la de las fuertes murallas, la del aura de plata, aquella en la que descansaban los últimos vestigios de la magia de tiempos antediluvianos. Recorriendo sus fríos callejones, refulgentes palacios y caóticos laberintos que la adornaban, me daba cuenta que aquella había sido mi patria en una época que se dibujaba volátil e inconstante en el mundo de los recuerdos, aunque trataba de esforzarme en esclarecerla mientras participaba en un extraño festival en el cual bizarros símbolos danzaban por los aires, a manera de letras entremezcladas que representaban al caos.

El caos no debía ser tocado sin antes conocer el orden, pues si lo hicieras lo convertirías en absoluto y entonces sobrevendría el fin ya que la balanza se vería violentada por un solo peso. Caos, recuerdo ese nombre, vislumbro el vínculo que lo unía al templo de Caraddris en donde decían descansaban los restos de Caín, el más poderoso de los hechiceros que pobló la tierra y que según rezaba la leyenda, su esencia se había hecho una con el Caos, arrastrando su vida en un sinfín de locura que terminó por desaparecerlo, dejando solamente un ojo, el cual era guardado como una de las reliquias más importantes de la ciudad. De pronto, sentí un infernal calor que me deshacía las manos y en ese instante me di cuenta que en medio de ellas sostenía un inhumano pedazo de cuerpo, un globo opaco que sin embargo parecía mirarme, invadiendo sin piedad hasta el rincón más obscuro de mi alma, pero en ese acto yo también lo observaba, podía ver a través de él, podía ver lo que realmente escondía, lo que en algún momento se grabó en su naturaleza muerta; pero lo que mostraba era innombrable, indescifrable, y aquello se marcaba dentro de mi, como si se tratara de un terrible sello que impregnaba su huella en mi propia alma. Mi mente en ese instante fue arrebatada, todo era confuso, escuchaba voces las cuales hablaban de una condena por invocar a un ser del abismo, habitante de aquello que nunca debía ser revelado. Recuerdo luego estar atado sobre un gran símbolo, un rostro de cuyos extremos sobresalían rastreras protuberancias vivientes las cuales se devoraban unas a otras; Luego pude escuchar gritos alterados que decían que todo estaba saliendo al contrario de lo que habían pensado, que la bestia estaba contaminando al prisionero con su propia esencia quien la bebía de forma incontrolable y que el supuesto castigador se debatía frente a una desconocida muerte. Luego escuche el llanto interminable y creía ver la sangre de los sacerdotes regada por doquier; olí su carne muerta y me gustó su hedor tan refrescante. Enoch comenzó a hacérseme tan lejana, incluso sus ecos se volvían sordos hasta hacerse inexistentes. Recuerdo haber leído en las estrellas que morían en mi camino acerca del fin de la gran ciudad de la magia, devorada por el desequilibrio, por el vicio, por la adicción a una facción en detrimento de la otra. Finalmente la balanza se quebró.

Un gran pasadizo me engulló de súbito; volaba velozmente por él, surcando su cambiante dirección que iba de un lado para otro, sin saber realmente a donde me conducía. Era una especie de túnel sin fin, rodeado de nada, como si estuviese recorriendo el camino de la inexistencia a la creación. Nuevamente una poderosa luz me arrebató, depositándome delante de dos gigantescas rocas pulidas a manera de columnas, sobre las cuales se coronaba otra, aplanada en su superficie, labrada con las formas de un gigantesco símbolo que daba la bienvenida y advertía a los visitantes que llegaban a sus pies. No existía duda, aquella era Tiawanaku, la ciudad de los dioses vivientes, aquellos cuyos rostros irradiaban el infinito y que en la batalla sus manos blandían poderosos báculos cuyo poder podía remover incluso los cimientos del mundo. Ella era la ciudad de los Apu Wiracochas.

Me vi caminando entre grandes edificios de piedra, adornados con rostros salientes de simbólicos hombres-bestia coronados con diademas que emulaban una gigantesca ave, rey de todos los apus que gobernaban el cielo, el Apu Kuntur. Por unos instantes, aquellas visiones me dieron paz, serenidad de espíritu; quería que el tiempo se detuviese, que esos instantes se volvieran eternos. El camino terminó de cara a un impresionante templo, una roca gigantesca la cual había sido esculpida por dentro, convirtiéndola en un impresionante recinto. En el techo se podía ver una especie de protuberancia rectilínea que sobresalía de la misma, elevándose en busca del alto cielo. En ese instante, oí una voz que me dio la bienvenida al Santuario del Intihuatana, el observatorio celestial, el punto en el que los hombres de aquella ciudad mantenían su ancestral nexo con los poderes que incluso iban más allá del firmamento. Ese místico lugar sería mi hogar, quien sabe hasta que era o época, quizá hasta que su historia se terminase o hasta que la vida en sí decidiera extinguirse a favor de los reinos de la anarquía cósmica, reduciéndose a la nada, empezando de nuevo; Quién sabe hasta cuando me quede. De allí mi viaje se torna incierto y las imágenes más vagas, convirtiéndose en distorsión, garabatos de seres que se consumían en un griterío sin fin mientras se hundían en un tipo de averno. Los cimientos de aquellos viejos mundos de ensueños se consumieron en la fragua del destino; y de allí emergí, nadando en el corazón de un cementerio de recuerdos de semidioses, rodeado por ríos de sangre que auguraban el dominio del hombre, su tiempo comenzaba, su tiempo……………………………………………………………………………………………………

Desperté de súbito, asustado, sudando copiosamente, con dificultad para respirar. Mi cuerpo era sacudido por el desfigurado anfitrión quien violentamente me cogía entre sus manos mientras trataba de mascullar palabra alguna. Mi primer impulso fue el arrojar a aquel esperpento a alguna pared, haciéndole el favor de acabar con su espantosa vida pero antes de que eso pasare, el sujeto comenzó a hablar de manera más clara diciéndome que se acercaba una redada policial de la cual se había enterado hacía sólo unos momentos gracias a uno de sus contactos dentro de la “gendarmería”, como a veces me gustaba llamar a la policía nacional. En esos instantes, pensaba en mandar al diablo al anfitrión pues no me importaba para nada cualquier grupo de uniformados y sus ganas de joder, yo quería seguir en mi viaje, necesitaba otra dosis, pero fue tanta su súplica que al final accedí a largarme de aquel sitio, con la promesa de que la próxima vez que fuese, el servicio corriese a cuenta de la casa, algo que fue aceptado rápidamente con tal de librarse de mi persona de una vez.

Fuera del lugar, quedé “libre”, “desparramado” en medio de la calle, recargado aún por la travesía de hacía unos minutos. Por unos momentos aun me parecía caminar por las arenas del tiempo cuando de pronto me daba cuenta que transitaba por una hedionda vereda repleta de repelente tierra. Enrumbe sin rumbo siguiendo las luces de los postes de alumbrado eléctrico, deleitándome con su halo luminoso el cual parecía tejer finos hilos dorados, construyendo un radiante velo que trataba en parte de disimular la obscuridad y hasta salvar las almas del mundo de las penumbras. En una esquina, no pude seguir avanzando, me dejé caer pesadamente, hundiendo el rostro en el pavimento, quedándome detenido, sin vida, esperando quizá volver a la vieja ciudad de Enoch o a Tiawanaku o a la caída Atlantis arrasada por los chupasangre que llegaron del Norte; Tantos lugares que había conocido y de los cuales recordaba sólo débiles pedazos que volvían a mí por el camino del rezago de las drogas modernas.

Estuve quien sabe cuanto tiempo en ese sitio, sin hacer o decir nada, cuando de pronto me incorporé levantado por una fina y helada corriente de aire aunque más bien lo que motivó a levantarme fue lo que el viento traía consigo, una bocanada de sensaciones que trazaba su ruta al centro de mi espíritu, colmándolo de un exquisito dolor, penetrante, devastando mis huesos y mi carne, precipitándome de nuevo en el abismo. Aquel ser doliente nuevamente volvía a mí, trayendo consigo una extraña muestra de infernal regocijo. Su dolor se transmutó en una montaña de cadáveres que trancaban la puerta de Enoch mientras dentro de la misma se desataba una guerra terrible en la que grandes batallones de guerreros eran barridos por una energía tal que los dejaba inertes, desprovistos de alma, a merced de bestias invisibles cuya necesidad de alimentarse se colmaba con los retazos de innumerables cuerpos; Solamente la poderosa élite de hechiceros pudo detener tamaño pandemónium pero el daño estaba hecho, el ocaso de aquella civilización pronto devendría y yo estaría en primera fila para presenciarlo. Un golpe me devolvió al mundo real nuevamente, sentía unas manos que recorrían mi ropa, auscultándola de manera desesperada; pronto la sensación táctil se complementó con los demás sentidos, pudiendo observar al asaltante que se aprovechaba de mi perturbación; Atiné rápidamente a cogerle por una de sus manos y entonces pude verlo realmente, no solo a él, su yo de ese instante, sino también a su propio significado, rodeado de toneladas de resentimiento, de sufrimiento, de ira, de dolor, de ansia por que alguien le otorgase el consuelo, la redención. Un frio cadáver se desplomó sobre mí, aparentando ser una vetusta cascara resquebrajada sin nada que cobijar; Pero cuando vi el rostro del muerto, contemplé una tranquilidad tan relajante que podía sentir su calidez por más que se tratase de un ente sin vida. El ladrón estaba tendido, yo sólo atine a retirarme para no interrumpir su descanso, no había más que hacer aunque creo que ya había hecho mucho y no podía entenderlo, mis obras me eran aún desconocidas.
Retomé nuevamente mis pasos, pero esta vez había algo raro, una fuerza que me guiaba en el caminar. Estaba convencido de que seguía deambulando sin rumbo y sin embargo creía conocer a donde me dirigía. El encuentro no tardaría en llegar, bastarían unas horas, quizá únicamente minutos, pero aun no lo sabía o más bien creía no saberlo.


Doblando una esquina, luego de recorrer interminables cuadras, llegué a un bosque de edificios de apariencia moderna y reconfortante, todos pintados de turquesa, armonizando en conjunto en un excelso paisaje urbano. Me interné en éste nuevo paraíso cuyas luces concedían un tipo distinto de vida a las estructuras. Mientras recorría el camino, la fuerza y el deseo que sentía dentro de mí se hacían cada vez más intensos, sabía que en algún lugar muy cercano se depositaba un alma con la cual comulgar y cada paso que daba avivaba viejos sentimientos cuyo poder me devolvía a antiguas experiencias, recuerdos ambiguos que difícilmente podía distinguir, pero de lo que estaba seguro era que lo que sentía en estos momentos era diferente a todo lo anterior; había demasiado conflicto en aquello, pero tan distinto por ejemplo al que ocurre en tiempos de guerra o intensa necesidad; Éste padecimiento era propio de los nuevos tiempos, extraños y desequilibrados en donde primaba más el sufrimiento existencial individual, y el que sentía ahora parecía ser de esa bizarra familia pero con una fuerza tan sobrecogedora que lo volvía inmensamente irresistible, carcomiendo incluso a la misma insensibilidad.

Continué andando y detrás de mí se iban quedando cúmulos de vidas que entregaban su consciencia a los guardianes del sueño. Seguí caminando y de repente ya no estaba en la calle sino en medio de extraños amontonamientos de moléculas que daban consistencia a los muros de un edificio. Atravesé las capas de la materia, una a una, a medida que aparecían; resultaba extraña aquella fugaz fusión con entidades ajenas a mi constitución. Estaba y no estaba prisionero dentro de sólidos pedazos de concreto que se desvanecían junto con mi cuerpo. La última pared que atravesé me abrió las puertas a un reducido espacio pintado de purpura, poblado por distintos muebles todos hechos de fierro cuya apariencia lindaba en la simplicidad bien distribuida y elaborada. Todo un mundo de metal revestido de negro albergaba a un ser humano quien impávido me observaba, sin dar razón de cómo así había podido irrumpir en su habitación. El sujeto era bastante joven, de apariencia algo descuidada, llevaba en sus manos un pequeño libro cuya lectura parecía haber sido interrumpida por la anti-natural intromisión.

En un primer momento, sólo contemplé a un niño asustado por mi presencia, aunque el temor inicial lentamente se fue desvaneciendo cuando aquel alargó el brazo y la mano con la cual sostenía el pequeño libro; lo cogí y comencé a leerlo, y mientras avanzaba en sus paginas, mi ser comenzó a verse perturbado por la lectura, pero de pronto algo más aconteció, una punzada repentina y terrible sacudió mi muerto corazón, llenándolo de un tropel de latidos que arrasaban mi espíritu con una súbita revelación, cuya naturaleza hablaba de que por fin mi búsqueda alcanzaba su culminación. No podía creer lo rápido e irreal de aquel instante, lo tortuoso devenía en algo resuelto en un santiamén pero así era. Se trataba de ese chico, creo que ya lo sabía desde el momento en el cual lo vi, pero quizá necesitaba leer aquellas páginas, cuya existencia parecía estar atada a su vida, asemejándose a una puerta encadenada que ocultaba su frágil alma, de cara ahora con la inminencia de su destino.

Continué leyendo y una sensación corrosiva anidó sobre mis pensamientos y ya no podía pensar más que en una gran masa de letras repleta de un dolor proveniente quizá de los rincones más insondables del autor, cuyas palabras representaban un discreto poema relleno de rimas alimentadas del más intenso sufrimiento. Todo era muerte, agonía, desconsuelo, todo saliendo de la mente de un hombre, de su propia vida. Levanté mi rostro y observé al muchacho, él me miraba fijamente sin decir una sola palabra. Volví a las páginas y mientras avanzaba, era testigo de toda la angustia provocada en el autor cuyas letras recreaban un todo tan inquietante, devastador en cada línea vislumbrada; era como si te dieras cuenta que Baudelaire realmente era un optimista en comparación a lo que éste sujeto decía.

Perturbado por la lectura, levanté nuevamente el rostro para descansar de tanto desasosiego y fue entonces cuando vi algo nuevo en la cara del chico, no podría definirlo acertadamente, parecía una pequeña sonrisa, podría ser alegría, algo extraño en medio de tanta aflicción pero quizá eso era lo único que podría descollar sobre el cúmulo de dolor que nos rodeaba. Allí estaba él, supuestamente sonriente, quizá complacido por algo. Lentamente, de sus ojos se desprendieron copiosas lagrimas cuya presencia no opacaba la extraña felicidad que posiblemente sentía. Me volví nuevamente al libro pero no pude seguir leyéndolo, un estremecimiento me hizo volver hacia el joven. Ahora lo entendía todo, ahora comprendía aun más a su autor.

- ¿Quién eres tú? – pregunté
- Dolor y rabia - respondió
- ¿De dónde has salido?
- De lo profundo de un infierno mal llamado humanidad, gobernado por lo que los hombres nombran como sus sentimientos.
- ¿Qué cosa quieres?
- Acaso no lo has notado
La conversación terminó y nuevamente me quedé en silencio. Reparé de nuevo en el libro pero ya no quería leerlo pues no tenía objeto hacerlo. Ahora debía abocarme en el siguiente paso. Comprendía lo que tenía que hacer, lo había hecho recientemente, sólo que aquellos eventos por más próximos que estaban me resultaban como parte de un estado crepuscular propio de una inconsciencia latente que pugnaba por ser de nuevo parte integral de mi Yo, de mi self, de mi vida. Si al menos pudiera clarificar mejor esa imagen, similar a cuando dejaba huellas rojas en las calles de Enoch, en el tiempo en que controlaba y era uno con mi antigua naturaleza perdida, dueña de mi consciencia, maestra del viejo caos.


Una caída seca remeció las palpitaciones de mis pensamientos, regresándome al mundo de la carne y los sentidos. En el piso se encontraba el muchacho de cuyo cuerpo brotaba un infernal manantial, desparramando sangre por ambos costados. El estúpido se había cortado las venas. Me puse al lado de él y podía sentir como su vida se apagaba lentamente. ¿Se había dado cuenta de que ya no era el carnicero que fui antes?, ya no libaría su sangre ni destazaría sus tejidos. Su esperanza de liberación terminó por desvanecerse, quizá por eso optó por el suicidio en frente de aquel su anhelado salvador castrado de su criminalidad divina. Prefirió el infierno ya que el purgatorio le fue negado. Pero en ese entonces, una luz comenzó a cegarme, no se trataba de lámparas o cualquier fuente natural resplandeciente, era algo que llegaba directo a mi mente, viajando a través del tiempo y el espacio. Intihuatana, la conexión con ese otro mundo, la naturaleza depravada convertida en depravación redentora. Recordé la luz y entonces me arrodillé ante el agonizante sujeto, toqué la sangre que aun continuaba saliendo de su cuerpo, mis dedos juguetearon con ella haciendo figuras en los charcos que se formaban, las cuales se trastocaban en sombras que poco a poco tomaban la forma de una bizarra película, formas líquidas y viscosas que me devolvían la vida del desdichado, sus alegrías y sus múltiples penas, sus deseos auto - homicidas y su frustración por no poder llevarlos a cabo. La muerte en vida se acumuló durante tantos años y ahora por fin se había atrevido a partir, pero la génesis de su viaje urgía la libertad de la podredumbre pues ya suficiente tiempo tuvo que llevarla encima de su existencia.

La alianza de Hayu Marca era la guía de las almas al otro mundo, libres de la desgracia, cuya carga se quedaría con el “maldito”, una criatura nutrida de dolor cuya substancia le serviría de alimento, consumiendo sus pellejos por toda su eternidad, convirtiéndole en guardián, en carne de las emociones del hombre. El ente recorrería el trayecto de su inmortalidad sumido en la conversación con aquellos rastros lastimeros de vida, sintiendo sus pesares, haciéndolos uno con él mismo, entendiéndolos en el sufrimiento de incontables vidas. Era el descubrimiento acerca de su razón de existir, además de la expiación de su propia carga.

Grite con todas mis fuerzas y la luz calcinó mi voluntad. El chico estaba allí, sonriendo, solo.
Luego, en la calle, caminaba estrepitosamente, acompañado de vistosos fantasmas a quienes había adoptado como míos; ahora eran mis hijos y bien que me acompañarían hasta el final de mis días, allá cuando la misma eternidad se consumiera en el fuego de los tiempos, bañándose de toda una contradicción.


Aun ahora que estoy contando ésta historia, todavía puedo ver el rostro del cadáver, con su hambre satisfecha y ya sin atisbo de odio. Su dolor fue como un alimento cuyo verdadero sabor se me había borrado de la mente hasta el día de hoy. Aletargado de lo que realmente era, quizás estos eventos escondían un significado predestinado, una fecha ya prefijada por el destino para que todo esto sucediera. El día de la liberación, del conocimiento, escrito tal vez por una extraña voluntad con un ansia retardada por que redescubriera lo oculto de mi persona, comprendiendo nuevamente el sentido de mi vida luego de un largo periodo de descanso y tortura. Creo que si prosiguiera con ésta “charla” me convertiría en un obsesivo taumaturgo de la corte de Atlantis, empecinado por descifrar y conocer las estrategias del laberinto del hado, cuyos intrincados recovecos parecían despejarse en algo del velo que los ocultaba, cuando me encontraba en armonía con la mezcla de drogas que el mundo moderno me prodigaba; Quizá fueron esas substancias las que pusieron el punto final al hecho de acercarme nuevamente a mi antigua vida, dibujando trazos de los caminos que recorrí, movido además por el deseo inconsciente de querer recordar aquellos trechos; una necesidad o apremio relacionado también con el bendito destino, con el fin de la espera, con el “anticipado” reencuentro de una misión alturada luego de tanta sangre sin motivo. Cosas de las cuales no tenía escapatoria… míreme otra vez hablando como esos pérfidos Atlantes. El rompecabezas de la vida suele ser tan dificultoso y molesto.

- En fin, esa es mi historia padre, aquí estoy, confesando y descargando la mezcla de los pecados y confusión, de almas ansiosas de paz, cuyo dolor quería hablar y ser escuchado. El dolor, algo inherente a mí ser, a su ser, a su religión. Necesitaba hablar con alguien de todo esto, se lo debía a él, me lo debía a mí mismo, no se si me entiende.

El sacerdote no dijo nada, no dio ningún mensaje o penitencia, ni siquiera dio por concluida la confesión. Estuvo un pequeño lapso de tiempo en silencio, quizá meditando la pena a la cual el confesado se haría acreedor, sin embargo la penitencia no se mostraba, nada salía de la boca del religioso.

El preludio, la puerta del confesionario se abrió violentamente, dando paso a la figura de un hombre cuyo rostro mostraba el efecto que produce en los humanos el haberse convertido en objeto de burla. En el fondo, el padre anhelaba que aquello se tratase de delirios de enfermos mentales pues entonces se le haría más fácil perdonar al ofensor y de paso ofrecerle alguna alternativa para manejar su padecimiento. Pero si se trataba de otra cosa, de mofas a costa del tiempo de la santa madre iglesia y sus feligreses, y por alguna razón él estaba convencido de que así era, entonces no cabrían palabras ni tareas que disculpasen tamaña blasfemia; un mal uso del sacramento de la Iglesia en detrimento de otros fieles cuya fe los impulsaba a contar sus pecados en busca de la absolución y la limpieza del espíritu; Un mar de escupes hediondo que insultaba la esperanza de los creyentes. Un odio santo e incomprensible alimentaba los fuegos del cura que en su silencio no se cansaba de seguir buscando adjetivos mientras continuaba nadando en aquel extraño cúmulo ascendente de indignación. Pensaba en las palabras del confesado, en sus sentimientos, en la forma en como justificaba sus actos.

Una sensación punzante de frio ejerció discretamente su acción sobre el cura, pequeña y liviana para ser advertida claramente. “Tal vez realmente era eso” pero no podía admitirlo por su ridiculez, prefería no hacerlo; prefería la violencia como una reacción que no mostrara su vulnerabilidad ante lo confesado. El dolor real es seco y directo, libre de tanta fantasía y sufrimiento justificador. Un neurótico en todo su esplendor quizá en camino a la psicosis, ojala y eso fuera. ¿Puede alguien cargar el dolor, liberándote de él luego de la muerte? Negarlo sería negar su propio credo, creerlo sería anatema. ¿Muerte por piedad? ¿Apagar a un vivo para liberarlo de lo que le acontece? ¿Hacerte uno con aquello? ¿Caminar departiendo alegremente con dolientes voces? Era increíble pero porqué era difícil aceptarlo como tal. La actitud del sujeto era inaceptable, o acaso era inaceptable la duda que él como sacerdote experimentaba. Nadie tiene el derecho de ensalzar a la misma muerte sobre la vida y más aun mostrarse como si fuera el dueño de ambas, el omnipotente con la capacidad de darla y o no, escondiendo su beneplácito en el delirio de pretender andar cargando con la agonía de otros, una excelente disculpa para hacer angelical su fantasía, hipócritamente celestial, dibujada con maestría, con el arte del engaño. Pero por qué tanta alharaca por una supuesta broma propia de un humor excesivamente negro.

¿A qué tipo de demonio se le ocurriría venir a la misma casa de Dios para engañar y divertirse con la Iglesia y su santo ministerio? ¿No había otra forma más sana de encontrar retorcido placer?
¿Un asesino real? ¿Y si fuera así? ¿Si lo que necesitaba era el consuelo de una voz amiga que le ayudara a llevar tamaño peso dentro de sí? ¿Si lo que necesitaba era orientación, comprensión, cariño? ¿Si lo que pretendía era coger una mano solidaria cuya fuerza le contagiara su poder y decisión a fin de llevarlo a hacer lo correcto?


- No, todas eran ilusiones propias de mi ingenuidad – pensó retorcidamente convencido el sacerdote – nada de eso era cierto. Todo componía un teatro, una vulgar patraña, una insulsa pantomima propia de un infeliz.

Las manos del sacerdote se crisparon, deseosas de poner en práctica lo que su soberbia capital le instaba a hacer. La ira reinaba en territorio sagrado. El sacerdote decidió por fin lanzar las primeras palabras de su discurso, ávido de convertirse en introducción para actos más violentos. Su ánimo estaba listo, su lengua afilada y venenosa como la de la víbora, sus músculos tensos y predispuestos a la acción. Cuerpo y alma vibraban y el padre supuestamente era uno con su fe. Todo estaba preparado para la fiesta. Ya se disponía a lanzar el primer golpe cuando un sentimiento extraño se apoderó de él. Las palabras se disolvían antes de llegar a la boca. El movimiento iba y se perdía en la inercia. Nada funcionaba como esperaba. Impotente, quedose tieso como una estatua doliente.

- Perdone por mi atrevimiento padre – Dijo el confesado – pero no puedo permitirle lo que pensaba hacer conmigo. Aún no ha llegado la hora de mi castigo, quizá nunca llegue o quizá mi condena no sea una sino muchas, todas escalonadas o juntas, parte de un repertorio ya establecido o tal vez líneas vacías escritas en la nada. Da igual, hoy quería que me escuchase y ya lo ha hecho. Acudí a usted por una sencilla razón; sabía que me comprendería o haría el esfuerzo por hacerlo; las marcas de sus manos y muñecas me lo decían.

Un hilo de sangre comenzó a deslizarse por las manos del sacerdote. Sus muñecas estaban vendadas por una especie de tela la cual mudaba su color original a un rojizo profundo e intenso que cobraba vida y devoraba paulatinamente al material que lánguidamente le aprisionaba.
El sacerdote trató de disimular su situación pero no pudo, entonces se volvió nuevamente al sujeto que le encaraba; sintió miedo, un profundo terror sobre aquel ser. ¿Acaso todo lo contado era verdad? El padre se interrogaba mientras sentía sus rodillas flaquear. La perdida de sangre era intensa pero era la carnicería espiritual lo que le carcomía. El conflicto y el cuestionamiento, la guerra interna que tenía que librar, más intensa que en otras ocasiones en las que se veía acompañado por aquel torrente sagrado cuya existencia no le regocijaba para nada; casi podía decir que se trataba de una mancha inmerecida que le sumía en una vida repleta de pavor, degustándola cada vez que soportaba el peso de cientos y cientos de almas que se agolpaban en él, dejándole sentir el estigma de su vocación, desgarrándolo de manera insoportable. ¿Por qué a él?
De repente, el sacerdote se vio presa aun más de sus agobios. Cada pensamiento, cada pedazo de su dolor se vio de pronto profanado por un extraño que prácticamente les tocaba y jugaba con ellos. El tacto de lo invisible penetraba la mente del cura, aumentando el odio que sentía hacia el responsable de todo ello, el intruso, el último confesado, la bestia que le mancillaba por dentro, algo imperdonable que no podía ser permitido, inconcebible sentirse aun más violado. Pensó que sus barreras internas le detendrían, debían hacerlo, no fallarían aunque ya lo habían hecho. El padre divagó, engañándose a sí mismo, mientras la ilusión de sus mecanismos y fortalezas psicológicas eran barridas por una terrible tormenta de voluntad, nefastamente ancestral, llevándose consigo su cordura hasta llegar a lo profundo de su ser, dejándolo desnudo, al descubierto de las garras que le amenazaban, procedentes de sus propios abismos en los cuales anhelaba de una vez por todas el ser destrozado, liberado de la maquinaria con la cual únicamente él se oprimía. Quizá con la muerte finalmente se entendería y se aceptaría, aunque el riesgo del camino significara su autodestrucción.


El religioso terminó desparramado en el suelo, convulsionando y babeando. Sus muñecas proseguían sumidas en el sangrado. Sus ojos obscuros mudaron a un blanco de mortaja, siendo cubiertos por una extraña mano cuyo portador derramaba lágrimas negras, en homenaje a lo que en ese instante estaba ocurriendo.

En una tierra distante, los ojos ciegos del religioso creyeron ver el cielo en todo su esplendor, repleto de imágenes sagradas de ángeles danzando cósmicamente por el éter, rodeados de coros de santos subiendo en columnas hasta la cima en donde descansaba el altísimo. Mares de almas se sentaban en derredor, dentro de inmensos atrios y bóvedas celestiales, conformando el vasto y eterno Edén. Un cuadro, hermosa obra del artista quien explayó su imaginación para el goce de la iglesia y sus fieles. El sacerdote abrió los ojos y el mar celeste se transformó en la inmensa bóveda gris del templo, adornada con la imagen de la creación. La vida rebosaba lánguidamente en sus carnes, se incorporó como pudo y cuando estuvo de pie reparó en el cuerpo de un extraño quien prosternado se hallaba rezando en dirección al altar del templo; El ánimo del hombre se dibujaba imperturbable mientras su cuerpo manifestaba la rigidez extraviada del éxtasis religioso.

El cura contempló a su visitante, pero en ésta ocasión algo había cambiado, era diferente, como si un soplo arcaico hubiese recorrido su cuerpo, depositándole en medio de una peculiar armonía. La repulsión hacia la existencia del extraño tuvo a disiparse en un torbellino mágico que le arrastró al rincón del olvido. Ahora se veía embriagado de preguntas, surgiendo a partir de una extravagante curiosidad por aquel hombre, por su capacidad para armonizar con la paradójica esencia de los mortales. El dolor que sólo unos momentos atrás calcinaba sus moléculas brillaba por su ausencia, posiblemente asimilado. ¿Era la unión de todo lo que significaba su vida?
De pronto, el padre miró sus muñecas, libre del miedo y de la protección que las escondía, dejando ver los sagrados reflejos de la horadación experimentada por la carne del creador. Cubiertas por una substancia roja coagulada, la imagen parecía alejarse de lo divino, dibujándose repulsiva, carente de gloria celestial y repleta de inmundas yagas que se habían formado alrededor del tejido maltratado; Aquella enfermiza imagen recordó al sacerdote el punto de partida de toda ésta locura, nacida tiempo atrás en momentos en que dudaba profundamente de su vocación y servicio, instantes en los que se increpaba mientras blasfemaba contra Dios por las cargas que tenía que llevar; impotente, furioso por que su amado servicio simplemente se reducía a mencionar unas cuantas palabras propias de un guión, sin poder hacer nada más que dar una pequeña frase de consuelo y atestar al feligrés con un cargamontón de padrenuestros y aves marías, mientras el fiel se retiraba “consolado” con sus lamentos maquillados; Fue en esos momentos en los que el padre Edmundo se derrumbaba en inmensos cuestionamientos cuando de súbito sus muñecas prácticamente estallaron, la sangre corrió a raudales y el sacerdote se derrumbó mientras a su alrededor se formaba un rojizo lago, amenazando con cortar el hilo de su vida. Resignado, el padre esperó su muerte, pero a medida que caminaba en su particular valle de sombras, veía acercarse a lo lejos algo, no sabía lo que era, pero a medida que se aproximaba, sentía su cuerpo inundado por una luz que le hablaba y las palabras parecían reconstituir su carne volviéndola en algo nuevo. Aquella imagen fue un consuelo pero en el fondo también constituía un gigantesco peso, un símbolo, una cruz que parecía demasiado pesada para su frágil humanidad, para su endeble fe.


La balanza que gobernaba las cargas del padre Edmundo se regocijó al contemplar como aquella experiencia primera ahora se dibujaba más clara y pura; él podía sentir como su naturaleza contradictoria por fin era entendida por sí mismo, aceptando el inicial rechazo que sentía por ella, experimentando aun el miedo, pero eso ya no le angustiaba como antes pues en estos momentos se percibía con la capacidad de entender. Sus pensamientos y su nuevo estado tomaron la dirección de la sombra del extraño, tan pernicioso al comienzo de todo el episodio; el padre Edmundo intuía que aquel ser significaba el necesario enfrentamiento con aquellas partes que eran escondidas, aceptando y afrontando el hecho de lidiar con ellas en infernal batalla, un sufrimiento que finalmente era acogido con una renacida esperanza. Los caminos de Dios son tan extraños – pensó el padre – a medida que se reconocía como un pedazo de carne repleto de terror por la tarea encomendada por la vida, por Dios, por sí mismo; pero aun así, sus ojos brillaron y vio que todo estaba bien.

De súbito, el extraño se puso de pie y comenzó a irse, pasó silente por el costado izquierdo del padre Edmundo quien en un primer momento no reparó en hacer nada, solamente unos instantes de estar apocado hasta que algo lo motivó a salir, tratando de alcanzar al visitante, lográndolo unos pasos más allá de la puerta de entrada al templo.
El extraño se volvió ante la presencia del sacerdote, lo miró fijamente y le brindó una disimulada y breve sonrisa.


El padre Edmundo quiso hablar con él, agradecerle, saber más acerca de su naturaleza, de su impresionante historia, de su condena, del miedo que también arrastraba, pero como si la nada hubiera estado allí, el extraño desapareció; Fue como si en un segundo, un cuerpo se hallara depositado ocupando un espacio en la realidad para de pronto y en un instante eterno, en un pase del libro de la vida, diluir su existencia, dejando en su lugar el vacío y la confusión.
El sacerdote se quedó parado un momento, inmóvil, sin atinar a reaccionar de alguna forma. Su rostro se tornó sin emoción alguna pero luego cambió su expresión a la más común que pudiera existir. Volvió lentamente al templo, caminó por el pasillo que conducía al altar, se situó en el mismo y desde allí observó a su iglesia en todo su esplendor, habitada como siempre lo era, por sombras y reliquias, por imágenes de santos sufrientes, por las presencias que la frecuentaban desde tiempos antiquísimos. El sacerdote se dispuso a arreglar un poco antes de apagar las tenues luces y cerrar el lugar hasta el día siguiente. Parecía que nada había pasado, como si realmente aquel extraño hubiera desaparecido de la memoria del mundo. La vida continuaba y el padre Edmundo estaba inmerso en su curso, seguía adelante y mientras caminaba hacía sus habitaciones, una discreta sonrisa se dibujó en su rostro, mientras sus ojos se tornaban ligeramente agradecidos, sólo un instante antes de volver a su concentración y preocupación por las labores del día por venir. Fue un ínfimo pedazo de tiempo, testigo de algo que realmente ocurrió, esperanzado, huella de una modesta seguridad acerca de un nuevo encuentro ya que en éste mundo las almas que comparten el sentido original de la vida y la muerte siempre están conectadas por aquella sensación, por aquella inminencia que los vuelve a reunir en bizarra comunidad.


EPÍLOGO
Caía la noche en la casa de Susana quien se hallaba recostada, exhibiendo un cuerpo desnudo repleto de rasguños y moretones, producto de la paliza del día. El suelo frío acogía su desnuda humanidad mientras en una cálida habitación, muy cerca de ella, descansaba el dueño de su destino, el autor de su desgracia, el hombre a quien en un pasado distante llamaba por el nombre de esposo. El sueño tardó en llegar y las puertas del mismo parecían estar negadas al consuelo que antes le deparaba. El sufrimiento reinaba sobre ella, condenándola a nunca hallar residuo alguno de alivio, sea en lo real o en lo fantástico. Aun así, ella mantenía la ingenua esperanza de que con la negación antes de dormir, sus padecimientos terminarían esfumándose, desgraciadamente las luces del día le demostraban lo contrario. Susana pensaba en lo hermoso que sería la irrupción de una noche eterna en la que nadie despertase, solamente ella privilegiada en un insomnio sin fin, jugueteando con las sombras del descanso eterno. De pronto, sus pensamientos se vieron invadidos por la presencia de un hombre alto, ataviado con una gabardina negra que lo ocultaba de la luz mortecina y lo hacía uno con la negrura del momento. Susana lo quedó mirando y se sintió perdida dentro de su apariencia mientras con tortuosa voz le preguntaba su identidad. El extraño le reveló que estaba allí por ella, deseaba acostarse a su lado y sentir todo lo que ella sintiese, recibir los dones que su feminidad le prodigaría; La mujer se mostró confundida y temerosa, nada podía darle excepto el más agudo y escabroso sufrimiento; él sonrió ante su respuesta, alargó su mano y toco el rostro de la mujer. Susana sintió como una extraña fuerza la recorría por dentro, algo tan reconfortante, un regocijo que contrastaba infinitamente con lo que le prodigaba su otrora protector al violentarla, al ingresar odiosamente a ella, al profanar su naturaleza; Todo era tan distinto con el extraño, quizá al fin sus plegarias serían escuchadas. El fin de todo lo conocido le abría sus puertas.
La puerta de la casa se abrió y un hombre salió de ella. Caminando en medio de la cerrazón, alejándose de todo. Podía escuchar a lo lejos el sonido de las sirenas de los autos de policía. Podía verlos entrando en la casa, hallando los cuerpos. Repararían en el macabro cadáver del hombre cuyo rostro prácticamente estaba borrado, arrancado de raíz; Hallarían la carne hecha jirones, como si alguien la hubiese desgarrado con los dientes; Contemplarían que varias partes del cuerpo estaban desaparecidas; se horrorizarían ante el mar de sangre que empapaba las sabanas de la gran cama. Luego, en el suelo de una sala contigua hallarían el cuerpo desnudo de una mujer, sin ningún tipo de rasguño, iluminada por un halo que la mostraba viva y radiante a pesar de su estado mortuorio, mientras en su rostro se dibujaba la viva imagen de la felicidad post-mortem. A un lado, en la sala principal de la casa, encontrarían un cuaderno empastado cuya portada mostraba a grandes rasgos la palabra “PIEDAD”, en su interior hallarían detalle a detalle, día a día, hora a hora registradas las crónicas de la vida de aquella que respondía al nombre de Susana. ¡No! Ella no sería olvidada, ni nadie olvidaría su dolor.
Mientras caminaba por la desolada calle, el extraño recordaba una escena vivenciada mucho tiempo atrás. Contemplaba la obra recién terminada de un escultor, cuya presencia adornaba los grandes lugares del hombre. Era la forma de una mujer quien en sus brazos dolientes recibía el cuerpo inerte de su hijo, un hombre inocente crucificado injustamente por la insania de sus congéneres. Recordó el nombre de la misma: “LA PIETA” o algo así. Recordó sus formas, cuyo recuerdo formaba parte del tropel de entes que le acompañaban en sus travesías mientras ahora escuchaba el relato de la vida de Susana, cuya voz asentada temporalmente en él comenzaba a hablarle acerca de quien era ella. Ella no será olvidada.
El consuelo tarda pero siempre llega, aunque las formas en que lo hace no siempre serán las que uno podría esperarse.