domingo, 16 de enero de 2011

Ciudad sin Nombre - Ojos de Luna

Ciudad sin Nombre

OJOS DE LUNA

La sangre caliente se derramó sobre el frágil cuello mientras unos pequeños y azules ojos se perdían lentamente en el universo, contemplando como punto final la grandiosa luna llena, testigo cruel y enmudecida de la partida de aquella dócil alma.

Todos somos víctimas de algo o de alguien, es la cadena alimenticia, es ley de la naturaleza, es mandato draconiano de los predadores; y esta vez, el destino quiso que aquella dócil quinceañera que día a día planeaba el esplendor de su exquisita fiesta desapareciera víctima de la voracidad de una vieja criatura disfrazada de nobleza.

El extraño la había seguido desde que ella se separó de su grupo de amigas las cuales siguieron rumbos distintos en busca de destinos distantes. Pero era a ella a la que le había tocado el fatal desenlace, fue su momento, el tan esperado y rechazado debut que la vida depara.

El extraño levantó el cuerpo marchito, casi momificado; Para él, solamente hacía falta una cosa más, un ritual o una especie de fetiche que por siglos solía repetir; el tributo postrero a la muerte dio inicio cuando aquel mordió el cuerpo inerte que llevaba consigo, drenando esta vez algo invisible cuya ausencia lentamente fue cambiando el aspecto de la momia hasta transformarla en una especie de cristalina materia la cual fue soltada para terminar estallando en mil pedazos los cuales fueron llevados al negro firmamento por un repentino viento proveniente de la nada; el extraño pudo ver como los fragmentos se elevaban del suelo y eran separados uno del otro, de todo aquello que fuera naturaleza, su naturaleza y así se dibujaba en el horizonte un camino invisible hasta la vieja y monárquica dama, en pos del final feliz tan bien narrado en los antiguos cuentos de la humanidad.

Pero en pleno éxtasis, el no muerto percibió una extraña presencia que lo vigilaba, algo suicida para cualquier ser que apreciara su vida, sin embargo allí se encontraba, un fisgón que se movía rápidamente a fin de intentar pasar desapercibido, pero seguramente el pobre ingenuo e ignorante no sabía contra que se enfrentaba. Los sentidos del vampiro comenzaron a trabajar y viajaron por todo el espacio, haciéndose uno con las sombras y sonidos hasta que finalmente se detuvieron en alguien, y ese alguien había decidido detener su loca carrera a fin de revelarse a su “cazador”, avanzando lentamente hasta mostrar totalmente su apariencia; el no muerto escudriñó a su inesperado y negligente “invitado”, se trataba de un ser con apariencia humana, alto, bien vestido, adornando su maduro rostro con una bien cuidada barba, se podría decir que se trataba de todo un caballero; eso estaba bien – pensó el vampiro - pues la sangre “aristocrática” siempre había sabido a delicia y era un bocado bastante apreciado por sus generaciones.

El “invitado” miró a los ojos de la criatura objeto de su curiosidad, inyectados en rojo producto de la sangre del humano sacrificado; reparó en sus vestiduras bastante a la moda, justo al estilo de una clase media superior; se podía apreciar el buen gusto y la extravagancia de aquel ser, cuya bestialidad se escondía perfectamente en aquella mascara de juventud la cual esbozaba y mancillaba con el rojo sangriento y carmesí que teñía labios y rostro cuando era necesario. El “invitado” sonrió.

El vampiro estaba extasiado, siguiendo los “juegos de poder” del “ingenuo” cuando decidió que ya era suficiente, su impaciencia le aguijoneó y se sintió orgulloso de su poder, lanzándose sobre su suculenta presa dispuesto a rasgar su débil piel y a beber su delicada sangre, como tributo bien pagado a la intrusión que había osado realizar; los dientes del no muerto se clavaron en el cuello y algo comenzó a salir del cuerpo del otro, en grandes cantidades, un flujo que se proyectaba al infinito y que terminó por casi asfixiar a la criatura quien perturbada se alejó rápidamente de la presa, babeando copiosamente un liquido cuyo color en nada compartía con el acostumbrado rojo del icor benevolente al cual aquel estaba tan acostumbrado. El vampiro cayó de rodillas y de pronto sintió un estremecimiento proyectado desde su cuerpo y que hacía comunión con las vibraciones de la tierra misma, entrando en desconocida sincronía, resquebrajando las vetustas murallas que encerraban viejos sentimientos de una lejana y olvidada humanidad cuya existencia volvía a recrearse en su mente retomando la vida perdida y renunciada cuyo volumen le estrujaba al irrumpir en el espacio de su nueva existencia, la cual retrocedía al ritmo del terrible movimiento sumiéndola en el hecho de tener que perecer, razón y miedo que superpobló su mente amenazándola con hacerla estallar y dejar los retazos flotando en una blanquecina nada que le hablaba y le contrariaba susurrándole que el miedo no existía. Y así el abismo se abrió dibujando el símbolo del infinito en un lugar sin forma.

Los ojos del no muerto volvieron a abrirse al mundo como si se tratara de un recién nato recibido por los brazos de ésta existencia; se levantó pesadamente, recordando aquel inexplicable y psicodélico sueño que había tenido; de pronto se le dibujó frente a él una pequeña y escondida luna nueva, inocente aun y sin muchos rasgos de grandeza, una recién nacida como él; y ella le hablaba al oído, le susurraba canciones de cuna, y el vampiro la escuchaba atentamente, sin poder apartar sus ojos de aquella ínfima franja; su voluntad no le obedeció por más esfuerzo y poder que pudiera poseer y así detenido el tiempo, el vampiro observó como en el acto la luna comenzaba a crecer de forma indetenible, rebasando cualquier grandeza conocida hasta dotarse de un esplendor insano que despertó en él profunda admiración, desconocido miedo y truculenta desesperación; las pocas fuerzas fueron reunidas en un avance suicida por apartarse de aquella visión pero las sorpresas aún no terminaban pues cuando pudo conseguir su objetivo, el otro plano existencial le devolvía la cara del intruso, aquel que hacía unos lejanos minutos se podía haber convertido en sagrado alimento, sin embargo allí estaba, incólume, esbelto y rebosando de una extraña vida la cual le debía haber sido negada. El vampiro no podía comprender nada, el extraño se acercó solamente para inclinarse y besar la fría frente del no muerto. La noche se sacudió con el grito de mil almas que desconocían el anochecer mientras la luna se transformaba en una gran boca que volvía a cerrar su enormidad hasta retomar la forma de una sarcástica sonrisa.

El destino había comenzado a actuar.

Epílogo:

Jazmín lloraba sin saber el porqué de su conducta; su madre la trataba de calmar por todos los medios pero la pelirroja no atinaba a tranquilizarse a tal punto que casi se desmaya presa de la desesperación pero gracias a la ayuda de un peatón que transitaba por ese lugar, quien ofreciéndose generosamente a llevar a cuestas a la niña, la madre pudo rescatar a Jazmín de su extraño episodio de locura arrancándola de aquel pedazo de pavimento que la ataba. Unas cuadras más allá, Jazmín sintió como los fluidos y sensaciones de su cuerpo se normalizaban, percibió como cesaba el alboroto de su torrente sanguíneo a la vez que su cerebro dejaba de producir pensamiento e imágenes tan luctuosas como las de hace un rato, aquellas que terminaban por socavar su consciente a tal punto de arrebatarla al lugar en donde dormita el miedo mismo, con un sueño tan liviano que el terror la invadía por el hecho de querer cometer el delirio de tratar de despertarlo, sumiéndola en un peligro que ni siquiera su propia madre podría haberla rescatado. Más dueña de sí misma, Jazmín miró a los ojos de su progenitora, ella se encontraba aún en el límite de la tranquilidad y la angustia, la tomo de la mano y le sonrió, la madre desarmó su ansiedad a la vez que la quietud le devolvía el alma al cuerpo. El hombre que las había ayudado ya se había ido, así que ambas luego de estar paradas calmándose una a la otra emprendieron el camino a donde quiera estuvieran yendo; pero mientras andaban y sin que la madre lo notase, Jazmín volvió un poco su cabeza con dirección hacia atrás, hacia lo que dejaba en aquel pedazo intemporal rodeado de cotidianidad, realmente estaba dejando eso o aun lo llevaba consigo o lo haría para siempre por haber tenido el desdichado momento de haber pasado por ese lugar y encima por tener el infortunio de no saber de lo que ella era capaz y haber tenido que descubrirlo de aquella espantosa forma. Un estremecimiento la recorrió contagiando a su madre quien sobresaltada la miró, pero ella estaba preparada, observó a la mujer y le devolvió otra cálida sonrisa.

Afuera, más allá del pensamiento pero tan cercana a la carne, queda relegada una hedionda pared que cubre un viejo terreno en el cual se levantan unas cuantas huacas consagradas por ancestrales pueblos en honor a sus intemporales antepasados y a fuerzas cuyo conocimiento han quedado guardados en la biblioteca inconsciente del olvido. Allí yace una tierra testigo de hechos de todo tipo, viejos y novedosos, allí donde los ancestrales bailaban en honor a sus dioses hoy los jóvenes dedican el espacio a los dioses de la lujuria esparciendo sus líquidos sexuales por doquier, alimentando a la tierra sin querer, alimentándola con almas no natas y vidas no consumadas que cobran existencia y se unen a la consciencia única de la primigenia y depravada madre; allí sin embargo, un nuevo tributo dejaba su huella en un pedazo del sitio, una esencia tan poderosa y tan distinta, tan fuerte que aun se negaba a morir a pesar de que lo estaba hacía tanto tiempo; Allí estaba yaciendo y dejando como testigo al exquisito rojo impregnado en el suelo, dibujado de forma perenne en el tiempo de los olvidados, plasmado por un artista más antiguo y extraño que la “ofrenda”, él era el sacrificante, un heredero de una vieja estirpe la cual vive y supervive para rendir tributos a aquello que han estado antes del dios padre, de la diosa madre, que la humanidad y el tiempo conocido, y que aún permanecen y duermen, duermen sin dormir, sin cerrar los ojos como lo hacen los seres de este tiempo; Y al igual que su divinidad y principio, él comparte la naturaleza de ser un sonámbulo consciente, tal como lo son el resto de su oculta estirpe, todos esperando el momento en el cual el tiempo se revelé más genocida de lo acostumbrado. El precio será pequeño y grande a la vez, para todos.

La Luna nos seguía observando con sus bellos ojos, observaba y sonreía a Jazmín y a su querida madre, lo hacía como lo había hecho con nuestros abuelos y como lo seguiría haciendo con nuestros pestilentes pellejos y corroídos huesos. El hambre acecha. No voltees Jazmín, no lo hagas, no mires, no muestres el resplandor de tus ojos pálidos, tú sigue adelante, hacia la penumbra que siempre te ha cobijado en su velo, reconfortándote con la agridulce soledad. ¿Quién eres Jazmín?

domingo, 2 de enero de 2011

Ciudad sin Nombre-EL CHICO DE LA CAMARA

En un viejo depósito se hallaba una mesa olvidada sobre la cual dormía una gran cantidad de rancio y maloliente café, servido en una sucia jarra, tomando el nombre de repulsivo desayuno. En un momento, el reloj marcó exactamente las siete de la mañana. Él lentamente se levantó del suelo luego de otra noche en la cual había tenido que dormir en el frio y vetusto piso a fin de aliviar el dolor que habitaba en su cuerpo y alma, asumiendo todo el hecho a manera de una curiosa y ridícula penitencia destinada a acallar “las voces” que no le permitían dormir. Bebió el litro de café frío de un solo golpe, probando su amargura y su toque corrosivo que descendía destrozando el esófago hasta inundar la vieja y vetusta bolsa estomacal.

Antes de salir raudamente a “estudiar” él observó al amor de su vida; se hallaba al lado de una pequeña maleta que siempre solía llevar; ella era su compañera fiel, una cámara de video que su madre le había regalado quizá con la intención de que su hijo la usara como distracción y olvidara toda la inestabilidad que siempre le rodeaba; un frio objeto trataría de reemplazar años en los cuales la calidez humana había brillado por su ausencia. Evitando el relacionar a su “amor” con la irónica ironía de su vida, la tomó y guardó dentro del maletín para luego salir de su casa en dirección a la universidad.

Las horas suelen ser una eternidad cuando uno se encuentra dentro de cuatro paredes, rodeado de un grupo de gente cuyo conjunto no te dice nada y que solamente terminas hablando con ellos con gestos y frases de una sola silaba, todo por guardar el decoro y evitar el motecito ya ganado de fenómeno o el acostumbrado e inocente “freak”; aunque eso no le importaba pues él tenía un secreto, un sitio mágico que le enseñaba lo que era la verdadera y morbosa libertad, aquella que condenaba a la gente al mismo infierno cuando terminaba de probarla.

Eran las seis de la tarde, las clases en su apático salón habían culminado hacía bastante tiempo, ahora se hallaba raudamente de camino por una polvorienta senda, solamente a algunos pasos de aquella descuidada y oxidada reja la cual significaba la entrada a otro mundo, su amado mundo, dentro del cual destacaba y se imponía como un ser curioso y a la vez temido, que despertaba las preguntas e interrogantes de los habitantes de aquel ceniciento campus que le acogía contra su voluntad. Amaba el poder y en su “país de las maravillas” podía beber del mismo cuanto le daba la gana.

La entrada estaba vacía, pues la mayoría de alumnos se encontraban engullidos dentro de los úteros de cuatro paredes, presas de un cordón umbilical que los mantenía conectados a la ignorancia de sus catedráticos; aquella mezcla de palabras sin sentido y alabanza personal confundidos en esencia con un supuesto y desfasado alto conocimiento, todo ello era su delicia, y una de las razones por la cual todos los días asistía a aquel lugar. De pronto, su cuerpo se turbó, estremeciéndose un poco pues había divisado la perturbada cara del amargado y prieto nazi que fungía como una especie de seguridad interna o policía secreta de la facultad, pero luego recuperó la normalidad hasta incluso llegar a sonreír sarcásticamente a medida que el agente avanzaba hacia él, y éste también comenzó a mostrar en su rostro la misma retorcida y agria mueca que emulaba a la alegría; en esos momentos él recordó como había sido todo al comienzo, cuando ambos se encontraron por primera vez y pensó que aquello sería el principio y final de toda su obra, pero cuan equivocado estaba pues el miedo repentino le había hecho olvidar que el hombre siempre ha sido un cúmulo de vicios bien escondidos por una alegre y divertida máscara de payaso; y fue así como descubrió el gusto del “prieto” por las fotos de grandes y jugosos traseros femeninos, enfundados en apretadas prendas las cuales dejaban ver los bellos contornos que llamaban a la eyaculación física y mental; ese día no era la excepción, el nazi se le acercó y por millonésima vez le hizo notar la advertencia acerca de la casi total prohibición que el obscuro decano había promulgado contra la presencia de él en aquellos dominios, pero la solemnidad autoritaria se deshizo cuando él le mostró un sobre bastante gordo cuyo contenido intuía aquella vieja alma que en sus adentros lloraba de felicidad. Ambos seres se cruzaron y se dirigieron en distintas direcciones, ávidos de satisfacer cada uno sus depravados apetitos.

Él caminó unos metros más y de súbito una de las aulas se abrió dejando salir a una pequeña criatura femenina de cabello corto, cuyo aspecto tierno resaltaba con la combinación de sus rasgos infantiles y el modelo de sus lentes que le daban cierto aire de intelectual superficialismo. Él ya la había visto con anterioridad, incluso ella le había ayudado, en un afán de parecer buena gente, a introducir la parafernalia de equipos con los cuales solía invadir cada salón, atormentando a los docentes que dictaban sus cursos, algunos impresionados por el interés de aquel foráneo, mientras que en otros despertaban la suspicacia y el paranoidismo de estar frente a algún infiltrado o peor aún a algún ser que se estaba distanciando del mundo real y cuya última ancla para la vida era aquella videocámara que fungía de primera alumna robando el alma de todos los presentes. La pregunta final es y seguiría siendo hasta cuándo se soportaría el nexo entre todos los habitantes, cuando se debilitaría su último ápice hasta que la verdad terminara por aflorar y se dieran cuenta que eran solamente presas de un alma desconocida, sinónimo de creciente inquietud.

La pequeña joven de lentes observó por distintos lugares como buscando desesperadamente, con su cuerpo temblando en espera de hallarse de cara a lo innombrable, hasta que al fin lo vio, parado no muy lejos, con su “amada” sostenida por manos temblorosas; él quiso acercarse pero ella retrocedió hasta verse opacada por la puerta que la ocultó, cerrándose con prontitud y dejando al intruso fuera del cubil de sus presas. Él quedose confundido, no sabía cómo reaccionar ante aquel hecho, había creído que era su amiga, que le entendía, pero ahora huía como todo el mundo; ella no era diferente al resto pero él la sintió más culpable por haberle engañado, furioso retrocedió los pasos avanzados hasta casi desfallecer, recostándose en una carpeta abandonada, la cámara escapó de sus manos y con ello la vida misma pues podía lastimarse; se incorporó para recogerla y en ese momento se dio cuenta que no estaba solo, allí a su costado, un espejo le devolvía su viejo y gastado rostro, distorsionado por una mueca de locura que lo aproximaba más a aquello en lo cual anhelaba convertirse, aquella fugaz visión que cambió su vida; fue entonces que al ver su improvisado reflejo recordó su antiguo nombre, aquel al cual había renunciado pero que aún le perseguía, recordó que su nombre era Adrian y que estaba destinado a ser mitad ángel y mitad demonio, investido para robar las almas de los humanos y reconvertirlos en despojos rebosantes de escoria y lacrosidad.

Unos minutos fueron suficientes para que la mente de Adrian comenzase a pensar en el acto estelar de la noche, un acto de venganza, recreando para sí una teoría que le explicase el porqué de aquel rechazo, tiempo precioso en el cual ato cabos para darse cuenta que una enemiga había despertado y que en su agenda estaba el hecho de perjudicarlo, ella era parte del sistema, aquel alimentado por la plana docente y las autoridades, todos unidos riéndose a las espaldas del patético extraño sin vida que venía a importunar a un lugar que solamente le despreciaba y lo miraba como si fuera un vulgar pequeñajo de la más repugnante materia. Había que tomar medidas drásticas, y esa noche lo haría, sería una advertencia, algo simbólico para aquellos que le maltrataban, aunque implicara el martirizar una inocente. El complejo de culpa trató de salir pero fue muerto de un balazo.

Muchas horas, pocos días, escasos minutos y un millón de segundos, la vida fue corta, el tiempo muere de un hachazo y la frágil persona camina sin temer a las sombras que se forman delante de ella; ésta vez ha optado por tomar un camino distinto al cotidiano pensando que eso le ahorraría tiempo dada lo avanzada de la noche. Delante de ella se dibujó un gigantesco edificio gris rodeado de inmensas murallas protectoras convirtiéndolo en una moderna fortaleza pétrea post - moderna sin vida propia; paradójicamente a su alrededor se levantaba un inmenso bosque creado artificialmente, en un primer momento como una mini reserva de especies bien cuidadas, pero el olvido hace mucho y ahora el caos reptante pareciera vivir en aquella maraña verde de pesadilla; Ella caminó sigilosamente por el medio de la hiedra venenosa y los “azotes de la pasión” aun con exigua confianza, cuando de pronto algo del ánimo que le acompañaba comenzó a experimentar un halo de corrupción, y parte de su alma se tornó de un sabor acido cuando reparó en unos pasos que parecían dibujarse no muy lejos, las cosas que llevaba en las manos fueron de poca importancia, cayeron al suelo mientras emprendía una frenética carrera; no muy lejos Adrian sonrió retorcidamente pues en poco tiempo había logrado alcanzarla, consolidando su primer objetivo, ahora debía soltar totalmente a sus sabuesos internos hambrientos de la carroña espiritual humana.

La lente tropezaba con matorrales y diversas especies, abriéndose camino por esa selva simulada mientras el infrarrojo adaptado a la “reliquia simbólica” brindaba un aire de retro - futurismo malsano a aquella persecución por territorios ancestrales; hojas pasaban una a través de otras y no muy lejos una silueta corría por su vida, describiendo movimientos desequilibrados que trataban de buscar la salida al laberinto primigenio hecho por el hombre. De pronto, él pudo ver como ella caía y se enredaba totalmente en una gran planta de tallos y hojas delgadas y finas, pero con un filo lacerante que atravesaba la piel humana, dejando salir vestigios de la deliciosa sangre que fluía por aquellos surcos de piel que se dibujaban y marcaban la existencia de la frágil victima; Él, Adrian, recordó el nombre especifico de aquella especie, la llamaban el Látigo de Cristo, en asociación con la tortura que recibió el Salvador Cristiano a manos de los enfermizos romanos; la lección de historia fue interesante pero en ese instante primó la maldición proferida contra sí mismo ya que su equipo no pudo captar con gran nitidez aquel momento de súbita desesperación, segundos de lucha que finalmente acabaron cuando toda sangrante, la joven pudo librarse de su prisión y continuó su huida en busca de un sitio que la protegiera.

La cámara captaba sombras que iban y venían y de cuando en cuando espíritus de otro tiempo que se cruzaban en el camino y saludaban al acechador con una antiquísima venia de horror.

La respiración de la víctima se dejaba sentir aún en el horizonte cuando de pronto se acalló cuidada por un inmenso vacío que la devoró tratando de ocultarla, pero todo fue inútil pues la lente finalmente la alcanzó y la vio salir de la espesura para llegar a un gigantesco lugar de barro y piedra, un monumento de otras eras adorado por antiguos hombres que alguna vez murieron luchando por proteger aquel sitio de manos profanas; la lente la vio subir por unas casi imperceptibles escalinatas, vio el polvo que se levantaba a su frenético paso en busca de la cima, en busca de perderse en el seno de los tiempos olvidados. La cámara captaba cada grano de tierra mientras subía rápidamente, filmando insectos ponzoñosos en batalla con poderosas hormigas, hasta que al fin logró filmar la cima y luego el inmenso ocaso de una civilización perdida pues el “monumento” ocultaba una ciudad detenida en el tiempo y arruinada por el mismo, viejas casas y templos servirían de escenario a aquella intemporal o interdimensional persecución que se reiniciaba cuando a lo lejos se pudo ver a la joven quien continuaba su carrera a la vez que se podían escuchar sus gritos delirantes lo cual exacerbó aun más al artista; la lente se vio repleta de una energía sin nombre, avanzó violentamente dejando atrás rocas y pedruscos mudos, casas derruidas habitadas por el matrimonio de la obscuridad y desolación, todo quedó detrás mientras la lente captaba el camino que en pocos minutos se minimizaba distanciándolo solamente a un ápice de su objetivo; la lente ya podía acariciar su alma mientras ella pugnaba por hallar el modo de huir o encontrar a algún solitario que le diera refugio o que la defendiera de aquel lunático; cuando finalmente y de una manera bizarra halló respuestas a sus plegarias; encontrándose al borde de un gran precipicio en cuyo fondo se dibujaban las ruinas de otro antiguo templo; ella lo observó mientras al volverse contempló a la lente que mantenía ya una cortísima y peligrosa distancia, grabando el esplendor de aquel momento final; Adrian estaba repleto de una inmensa excitación pues con esto dejaría un mensaje a sus perseguidores y les daría una muestra de su poder y él mismo se probaría cuan por encima del hombre podía estar pues sabría cómo infundir el miedo y a la vez gozar del sublime éxtasis que le provocaba; el poder del cual tanto apetecía le susurraba cosas al cerebro haciendo más glorioso aquel instante cuya intensidad empujó la cámara fuera de cualquier distracción, enfocándose en la totalidad de ella, en como su rostro distorsionado por el terror comenzaba a armonizar con sus gritos e insultos, dejando salir la sombra de odios y conflictos reprimidos que alocadamente se lanzaban por la boca de la mujer, como si trataran de evitar lo que ya estaba escrito, que el momento final estaba cada vez más cercano. Adrian escuchó en silencio como las palabras brotaban de ella, saliendo de una boca que hasta hacía poco tiempo sólo era una fuente de dulzura y comprensión y que ahora se había convertido en una pileta que exhalaba la vorágine del infierno; era una metamorfosis tan bella que pretendió filmarlo aún más de cerca, aproximándose lentamente ante lo cual la joven enmudeció, y su silencio fue más claro a medida que la cercanía de Adrian se incrementaba; él pudo ver las lagrimas que ahora se derramaban por su rostro, sintiendo entonces la necesidad de experimentar su calidez, sentir el sabor abstracto de las mismas y mezclarlo con el aire de terror que exhalaba el cuerpo de ella; la deformación en su boca avisaba que faltaba poco para lograr su cometido, cuando de pronto el instinto de supervivencia manipulado por el azahar terminaron por jugarle una mala pasada; ella retrocedió con la esperanza de encontrar un camino solido que le permitiera huir, pero en su lugar solamente halló el vacio. Ella cayó y su caída fue eterna y sin dolor; Adrian corrió y alcanzó a filmar en parte a un minúsculo bulto que era devorado por las fauces de otra obscuridad, más lóbrega que la que gobernaba su vida; el golpe fue seco y estrepitoso; Adrian pudo ver en su mente como los huesos se astillaban uno a uno, como los ojos saltaban de sus cuencas y como la sangre brotaba de cada poro de su piel en soberbio estallido, y a lo lejos y como si estuviera filmando, pudo contemplar unos lentes rotos y abandonados que jamás volverían a ser usados. La cámara comenzó a alejarse del vacío y él emprendió su camino de retorno, satisfecho, lento y feliz.

Sin embargo, la satisfacción respiró triunfante con un halo tan ínfimo pues ocurría ahora que Adrian comenzaba a manifestar incomodidad a medida que se apartaba de aquel sitio; le resultaba difícil encontrar la salida y por alguna razón comenzó a hacerse trabajoso respirar aquel aire ancestral. Los pasos perdidos que reptaban por la tela nocturna comenzaron a hacerse cada vez más perturbados hasta flotar desenfrenadamente con el viento. El alma de Adrian se revoloteaba dentro de su frágil carne mientras un incesante dolor comenzaba a carcomer su pecho hasta agujerear su garganta. Algo en él se elevaba desde sus profundos, reclamando ofrendas sangrantes que le manchaban cada parte de su cuerpo hasta verlo reducido a una informe bola de carne supurante. El pensamiento de pronto se desvaneció y Adrian volvió en sí consciente de que ese no era el destino que había imaginado para sí, aquello debía ser algo especial, como él, como su madre le decía que era; seguramente saldría volando del mundo, con las alas robadas a un ángel hasta elevarse a su coronación como Dios-Bestia-Hombre, construyendo su propia trinidad; ahora alucinaba estar más próximo a la consolidación de esa imagen; sin embargo la duda lo volvió a asaltar, y se preguntó si es que todo aquello se tratara de un engaño, si su madre le hubiera mentido, si realmente estaba tan enfermo como ella, si todo se hubiera tratado de un infeliz sueño, parte de un rompecabezas que daba a luz una gran burla cósmica; la sola posibilidad de aquello le hizo preferir no saber la verdad. La creciente inseguridad de Adrian hizo que detuviera sus pasos pues reparó en la incertidumbre acerca del lugar en donde se hallaba, en ese momento fue consciente de que todo lo que existía no era más que obscuridad, santificada y violada de pronto por unos ojos rojizos relumbrantes que desgarraron cruelmente a la penumbra en busca de aquel frágil mortal, indefenso ante ellos, los ojos de fuego que le consumirían o tal vez no era eso, sino el preludio a algo más grande, a ser devorado por la mirada la cual le escupiría, baboso y retorcido hasta ser consciente de su nueva forma, de su nueva existencia más allá de la vil humanidad.

Adrian rió para sus adentros y se preparó para un posible renacimiento. Luego solamente quedó el silencio, una calma mortecina prolongada que pareció no tener fin hasta que ya no sintió su cuerpo, su carne se había esfumado pero seguía siendo él, de eso no cabía ninguna duda; entonces se vio arrastrado por una gran corriente la cual volcó su poderoso caudal en un interminable túnel repleto de sombras de su pasado, eran los acontecimientos de su asquerosa vida; y a medida que veía aquellas borrosas imágenes podía sentir con toda nitidez como un interminable enjambre le agujereaba por todos los rincones de su inexistente ser, porque en ese momento parecía no existir sin embargo podía sentir ese dolor tan real y horrendo que nada tenía de purificador, eran quemadas agobiantes que dejaban invisibles cicatrices que ni el tiempo ni el espacio, ni la misma muerte podrían borrar, reduciéndolo a una débil distorsión de lo que era; pero todo debe tener su final, y a lo lejos parecía perfilarse la salida, Adrian la acogió con ternura pues el hartazgo que disfrazaba al terror que sentía en él lo llevaba ya a colmarse y a desear que todo el viaje terminase de una vez pues estaba realmente espantado acerca del precio final por el hecho de verse renacido.

El camino terminó y Adrian vio a lo lejos un opaco resplandor y en él apareció un paisaje desolador poblado por un único y lejano árbol; de pronto y por un momento él creyó ver la imagen de la chica sacrificada; se trataba de la misma, recostada en el regazo del árbol; de pronto ella se volvió y le miró, pero toda la vivacidad que recordaba de su ser cuando vivía había desaparecido dibujándose una máscara de resignación y tristeza que marcaban su nueva apariencia la cual ya no te decía nada, dejándote ahogado en un cúmulo de desesperanza, como si estuvieras dentro de un purgatorio deformado en el cual la creencia de la redención había desaparecido para no volver jamás; La imagen de ella fue diluyéndose hasta convertirse en una especie de viento frio que le atravesó para luego perderse en la inmensidad del lugar; Entonces, Adrian percibió la soledad, se sintió solo, como nunca antes, y eso que él estaba acostumbrado a gozar de aquella pérfida amante, mas ésta era diferente pues le dejaba relleno de un pequeño hueco dentro de él, uno que crecía en profundidad hasta hacerse más insondable que un vacio interdimensional, y el mismo parecía materializarse en imágenes y pensamientos, haciéndolo tan vivido y amenazante, sintiendo entonces como su esencia comenzaba a contraerlo, autodevorándose, desapareciendo y reduciéndole hasta sólo ser un vil punto en el universo, ahora finalmente él casi no era nada, ya no estaba en un mundo conocido, su propio “cuerpo” lo había enviado a manera de portal a un paisaje estigio, tan cercano y lejano, casi al alcance de sus manos, un instante de gloria que desaparecía en el preciso momento en el cual él trataba de tocarlo, entonces el miedo más enervante se hizo presente ingresando por el écran etéreo, fue la señal para que Adrian se diera cuenta al fin acerca de adonde había llegado y que sería de sí mismo, no existiría futuro ni transformación, no permanecería pues aquel sitio comenzaba a hacerse uno con él, borrando sus sueños, borrándolo a él mismo, nada podía hacer para impedirlo, ni siquiera gritar, al menos ella pudo hacerlo, gozar del sufrimiento, pero ni esa posibilidad se barajaba ahora para él; el sabor cósmico le sobrepasó y en un arranque final trató de decir una frase que lo reconciliará con su vieja vida, una fórmula mágica elaborada por su ya mustio inconsciente, pero era tarde, la prosteridad era para más allá del hecho de decir “siempre” pues “siempre” era un concepto del mundo humano el cual no significaba nada para su “él” actual pues ya no formaba parte del mismo ni de ninguno conocido, Adrian había cumplido su cometido pero no de la forma imaginada. Ya no había más que decir por aquí.

En la calle, un cúmulo de morbosos entes de carne hacían un gigantesco círculo, más allá un imponente camión rojo rodeado por autos de la policía; y en el medio de todo un frio cadáver cubierto con periódicos siendo fotografiado y filmado por infinidad de máquinas y celulares, rameras de la post modernidad destinadas a violar al espacio y a la soledad faltándole el respeto a la desolación, pero allí estaban atrevidas como siempre, grabando para la posteridad; y para terminar la ironía, en la calle, tirada a un lado del cadáver, una cámara de video exhalando sus últimos suspiros antes de verse presa de la distorsión, captando con su ojo sangrante un último cuadro, un objeto inerte estampado en pixeles, reconstruyéndose en una interrogante acerca del porqué de ese engaño, el porqué de esa vida, el porqué del destino, pero como respuesta solamente recibiría un cúmulo de estática y luego una lente fría y obscura consumida por un punto rojo medio brillante el cual lentamente iría desvaneciéndose hasta abandonar la vida útil; no había lugar para garantías ni reclamos.

En la calle ya no reinaba el silencio sino el bullicio y el deseo de ver más muertes, bullían los violadores apetitos de hombres y mujeres mientras el cadáver seguía preguntándose el porqué de todo. La cámara había cumplido su labor, ahora también estaba muerta y en ella descansó atrapada un alma y una emoción que quizá quedaría grabada y desconocida para la posteridad, para todo aquel que quisiera volver a vivir ese ciclo tan extraño; la respuesta ante esto se podría hallar en un futuro, en las manos de una sombra, o en el camino a la sagrada condenación cuyo espíritu se acercaba también, con curiosidad propia de humano.

Hora de la muerte, olvidada; al igual que el nombre de aquel hombre llamado Adrian.

EPILOGO

En el cuarto obscuro se deslizaron dos sombras que poco o nada tenían que ver con la raza humana. El ala de uno de ellos rozó el umbral de la puerta mientras el otro demoró su ingreso al acomodar los huesos que le salían de diversas partes de su cuerpo, dejando caer gotas interminables de una sangre que hedía y corroía, a manera de regurjitable ácido, la de por sí ya hedionda loseta del suelo. Ambos observaron a través de una gran pantalla un cuadro detestable que mostraba a un pobre tipo cubierto en papel periódico rodeado de gente que le observaba lentamente a la vez que ya se iban retirando a un ritmo que delataba su aburrimiento, olvidándolo tan rápido como a las viejas noticias que conformaban el desusado e improvisado sudario que escondía la cara de la muerte. El de las alas se sentó en una silla ubicada en el lado izquierdo de la habitación, descansando su cuerpo a fin de tener más comodidad para poder extraer de uno de los bolsillos de su túnica un envoltorio que contenía una sustancia blanca que dio todo su esplendor al combinarse con la pureza celestial del tipo; ante ese acto, la bestia que le acompañaba soltó una carcajada burlona mientras se volvía nuevamente a admirar la última tarea consolidada por el benévolo artista llamado ángel de la muerte. De pronto, el ser alado comenzó a dar vueltas por toda la habitación, presa de una extraña desesperación, lanzando súbitamente terribles alaridos en una lengua totalmente inhumana; las lamentaciones iban acompañadas por un torrente de sangrientas lagrimas cuya magnitud dejaba un gigantesco charco en el piso de la habitación; su herética desesperanza terminó mezclándose con la repugnancia emanada de la otra criatura quien con una mueca burlona formada en su repulsivo rostro demostraba el depravado compañerismo que profería hacia el otro ser. De pronto, el alado dejó a un lado los gritos, manteniendo el silencio por unos segundos, tiempo sepulcral y mínimamente eterno que culminó cuando de improviso soltó una horrenda risa, dejando caer su cuerpo para luego incorporarse lentamente, riéndose a menor intensidad de tono, manteniendo él también la vista fija en la pantalla. La cosa que una vez fue un ser humano seguía sin moverse. El alado estiró su mano hacia la bestia, mostrándole la extraña substancia, la bestia resopló con fuerza y aquello se difuminó por el ambiente, dejando una marca en el espacio mientras embotaba el escenario y el aire que allí se respiraba; los seres apartaron momentáneamente la vista de la pantalla y sus ojos se perdieron en cada partícula del polvo extraviado y grabado en cada átomo del cosmos; y mientras su atención se centraba en éste nuevo entretenimiento, la pantalla comenzó lentamente a apagarse, primero por los costados, uno a uno hasta que solamente quedó un pequeño cuadro en el centro, exhibiendo al inmóvil protagonista cuyo rostro fue alcanzado a ver momentos antes de que todo terminara por ser obscurecido; era alguien conocido pero fácil de olvidar ya que a nadie le importaba su identidad o trascendencia. Era simplemente uno más.

La pantalla quedó obscura. Hacía frio en el cielo y en el infierno. En la tierra siempre lo ha hecho y continúa haciéndolo, quizá eternamente, siempre lo mismo.

Disaor, el morador de las tinieblas

dennis_garcia13@hotmail.com

domingo, 7 de noviembre de 2010

Seres Post Modernos - MUJER ARAÑA

Nació de un pedazo de hoja seca en la mañana más iluminada de un lóbrego día invernal, cuando las viejas y últimas hadas abandonaban el mundo de la realidad en su viaje final al cruel Avalon. Nadie supo quien era o que era así que pasó como un ser humano, tan similar en la cascara pero tan disímil en lo interno, repleta de bucles y pensamientos que se retorcían constantemente amenazando con romper la crisálida que encerraba el frágil exterior de una niña que se negaba a seguir naciendo aunque aquello significara la guerra misma contra el tiempo y el destino que complotaron contra ella y la alejaron de la luz blanca mortecina que pensó que era cuando llegó por error a éste universo.
Un tiempo negado acometió y de pronto la niña se convirtió en obscura y retorcida mujer, y un buen día alguien dijo “Mujer Araña”, y cuando ella se volvió contempló a un sujeto que pasaba por los alrededores de su vetusta casa donde pululaba solitaria, más sola que un alma en pena en busca de la luz que la lleve al cielo o al infierno; Mujer Araña le dijo, quizá por su expresión o por la forma como vestía, quizá por el arco de su boca o por el fulgor depravado de sus ojos o por el sosiego aterrador que despertaba en aquellos que se paraban a su alrededor; Mujer Araña le dijo y ella renegó de aquel nombre pues un nombre era una atadura a la existencia, algo que había rehuido desde hacia tanto tiempo, incluso de las intenciones de sus supuestos padres por pretender nombrarla con tantos apelativos que ella rápido olvidaba condenándolos al impío limbo del cual no volverían, viéndose libre para seguir soñando, libre hasta aquel día en que por alguna razón se vio impedida de removerse de tamaña denominación. Aquel día fue bautizada en veneno y hiel, en palabras y frases, en fuego y azufre, en miel y en brisa, y una parte de ella murió para dar paso a otra, una nueva que sería su mascara, su antifaz con el cual sonreiría a quien le plazca mientras de manera suculenta terminaría devorando su alma, pues aquel lo merecería, todos lo merecen pero los elegidos por ella en especial. Mujer araña que cubierta con un largo velo negro, novia de la desesperanza camina por callejones hediondos repartiendo silencio a los espíritus hastiados del mundo real.
La reina Nod permaneció en los rincones más ocultos de la gigantesca ciudad, oculta de las garras del frio mundo que había dejado de creer en la fantasía; el destierro fue la pena que muchos sufrieron, y en medio del mismo yacía impasible la mujer araña, desolada en su opaco y cristalino corazón, tejiendo su tela debajo de un puente mientras los años pasaban y su pena la acosaba en mayor grado haciéndose más pesada a medida que se alimentaba de ira expectante, contrariada por el dolor y la gloria de sufrir en carne propia los horrores que sufrió la abuela Lilith mientras era arrojada del paraíso para ser alimento de ángeles caídos.
Mujer Araña, no puedes matar el sol pero puedes acallar el grito de su abrasador calor hasta crear el halo tenebroso y frio que el invierno te regaló para hacer más placentera tu espera, el día que aun no llega pero sabes que está próximo pues ya puedes oír los aullidos de lobos transmutados en sonidos de bajos y guitarras que descienden a los cielos y su clamor se acelera cada vez más hasta hacer estallar el pulso de algunos mortales sensibles, dejando su corazón en para, convirtiéndolos en roca a medida que se vuelven al polvo lentamente.
En el cielo una voz gutural resuena, es tan poderosa que la misma bóveda celeste se enmudece y queda pequeña ante su clamor. Los huesos de los hombres se quiebran y la piel queda abandonada convirtiéndose en simples ropones de pellejo olvidados por sus dueños desgarrados. La hiel esta en la boca de los muertos y el barquero se enriquece con las monedas de tantos condenados que claman por un poco de agua del viejo Estigia, pero tu no estas allí mujer araña, pues tu alma protegida por tu antediluviana tela te ha guardado para ser testigo de lo que podridos ojos solamente podrán alcanzar a ver.
No hay nada más que solamente un plano blanco ardiente con un vacio azul de compañía; el matrimonio es estéril pues no puede ni podrá tener hijos; y por encima de huesos de alas de ángel, tus pies profanan la tierra por ultima vez, y mientras caminas en pos del infinito sientes como tu cuerpo se deshace y vez como parte de ti se va elevando al cielo, oscureciendo el firmamento hasta transformar el día en noche, quizá el último eclipse de tu vida, el último de un largo y cansado amanecer que se tuvo que prolongar una eternidad. “Nadie” es testigo, “Nadie” acude, “Nadie” responde a un llamado de inútil arrepentimiento, además no está en tu alma el dar un paso atrás frente a la vieja fuerza universal que te llama y te reduce a ceniza mientras esbozas la ultima de tus agrias sonrisas pues tu deseo ha sido cumplido por el viejo y altisonante Oz.
De ti no queda nada Mujer Araña, solamente tu cabello, una larga hilera de negras telarañas cuya última no vida se aferra a la tierra hasta hacerla germinar, y de aquella semilla nace un árbol mustio, marchito y maldito, como única fuente de sombra para la soledad; y por debajo de él asoma alguien, una paradoja que camina sin rumbo; el “peregrino” que te bautizó se inclina ante el árbol y con un frio cuchillo talla unas letras en la corteza la cual sangra hasta regar las negras raíces que ahora se extienden sin cesar hasta inundar el pálido y desolado mundo con una intrincada red de antigua corteza lacerante y latiente; y mientras eso ocurre, el peregrino se aleja en silencio y se pierde, desaparece, evitando las raíces, caminando en compañía de sus viejas amantes rebosantes de juventud a las cuales llama Pecado, Desolación y Penumbra.
Y en el tallo queda grabado lo siguiente: “Mujer araña, naciste un día que el mundo olvido, viviste una vida que quisiste olvidar y moriste en el último día de la vida misma; el ciclo se cumplió, descansa tranquila, aunque quizá sientas el sinsabor de que una parte tuya continuara latiendo en el planeta, cubriéndolo todo hasta ser solo ella y nada más; quisiste irte y lo hiciste en parte, y si no estas conforme, disculpa a la eternidad pues la vida en cualquiera de sus formas no suele ser perfecta, y tampoco lo es su hermana negada la muerte. Duerme en paz mujer araña, en el abismo del tiempo donde soñaras eternamente”.

viernes, 16 de abril de 2010

Ciudad sin Nombre - SUEÑO

CIUDAD SIN NOMBRE
Sueño

Allí se encontró ella, la profesora Adelina Berrineo, experta en Historia de Culturas Antiguas Peruanas, en medio de una disertación acerca de las costumbres y el folklore olvidado del imperio incaico, tema central de su último libro; Su presencia y conocimiento adornaron ese día al viejo auditorio de la facultad de letras de la vetusta universidad, en la cual estudiaba un ente que solía – y aún suele - responder al nombre de Gallagher, cuya presencia también se dejaba notar en aquel antro, aunque de una forma más discreta que los demás. Desde hacía varios minutos, el auditorio se hallaba particularmente lleno y enmudecido ante el discurso de la profesora quien se ufanaba en sus descubrimientos y demostraciones acerca de los errores cometidos por muchos de sus colegas historiadores, en especial en cuanto al descuido al que se había visto sometido el estudio de distintas épocas obscuras del imperio inca, en medio de las cuales florecieron diversos usos que hasta esos momentos habían quedado anónimos al entendimiento y al saber cultural.
Luego de una feroz maratón de palabras y frases cultas, sobrias y entreveradas, el auditorio estalló en un espontáneo tronar de manos que alabaron el trabajo de la profesora. La conferencia fue seguida por una ronda de preguntas que más bien daba a entender una sesión de felicitaciones adornada por algunas dudas o curiosidades antes que por algún cuestionamiento real al trabajo de la expositora. Así, de una manera relativamente patética, culminaba la presentación, algo que Gallagher había esperado durante toda la semana, una espera que terminó en un bocado insulso que le acabó deparando un mal sabor de boca.
A la salida del evento, a unos metros del gentío, la profesora Berrineo se vio rodeada de todo tipo de personas, agradeciendo los comentarios que recibía; Gallagher creyó descubrir entre el séquito al decano de la facultad de letras quien derrochaba amabilidad y patetismo lisonjero hacia la profesora; ese espectáculo era digno de ser atendido en primera fila, al menos para hacer valedero el tiempo perdido, por lo que Gallagher decidió acercarse cada vez más al convite de la susodicha, pero mientras se dirigía a su destino estuvo a punto de tropezar con un menudo y enjuto sujeto quien raudo y sin mirar a quien, también se dirigía hacia el lugar donde se hallaba la profesora Berrineo.
Ante la eventual interrupción, Gallagher se sintió desanimado para seguir en su camino pues si algo detestaba era a los fanáticos enfermizos – por algo había dejado de ir a las iglesias – sin embargo pudo más su curiosidad que la repentina aversión que había comenzado a formarse en él. Lentamente se fue acercando y fue así como pudo ser testigo de la patética escena; la de un pobre y lamentable espectáculo que aun hoy latía en la mente del infame testigo. El mencionado sujeto, aquel del cruce intempestivo con Gallagher, se halló frente a la profesora Berrineo, rellenándola de preguntas las cuales pugnaban por obtener algún tipo de respuesta pero hasta ese momento las interrogantes proseguían sin atención ni solución; una de las dudas plasmadas llamó la atención de Gallagher, una referida a un desaparecido movimiento indígena que aconteció hacía ya muchos siglos y que evocaba la tristeza y la esperanza de una raza perdida. La emoción fluía de la persona del curioso inicial pero sin embargo éste solamente obtuvo como respuesta la apatía de la mujer; No hay que recalcar que el proceder inicial de la profesora terminó por originar perturbación en las primeras reacciones del joven pero por suerte se había percatado acerca del posible aturdimiento que podría estar experimentando la profesora, quizá por el excesivo entusiasmo de sus disertaciones, sin embargo la mala animosidad volvió a quedar confirmada cuando las siguientes preguntas y curiosidades que el chico formuló fueron respondidas con frases lacónicas sazonadas con una expresión de hartazgo que culminó cuando en medio de una frase del interrogador, la profesora hizo caso omiso de él, se retiró de manera abrupta, esbozando un gesto desdeñoso que terminó por sembrar la amarga decepción en el hasta hacía unos momentos ferviente admirador.
Gallagher se había quedado plantado, observando la escena como buen espectador de palco preferencial; viendo los precisos momentos en los cuales la profesora ninguneo a aquel pobre tipo cuyo cuerpo se estremeció a más no poder mientras se veía abandonado e insultado por su otrora “heroína”; y mientras la mujer se retiraba, Gallagher siguió observando al chico, convertido ahora en una especie de frio cadáver viviente, detenido en el tiempo, sin emitir movimiento o sonido alguno que pudiera identificar su dolor, solamente inmóvil, muerto en vida; Luego Gallagher se volvió a la profesora Berrineo, quien se había quedado un poco más allá de su anterior ubicación, conversando afanosamente con un hombre bastante maduro y bien arreglado, posiblemente algún profesor de aquella facultad; haciendo gala de una amena formalidad que contrastaba impresionantemente con la actitud tan distinta a la que mostró en los momentos en que atendió a su inoportuno “admirador”. Cuando la charla se dio por terminada, la mujer enrumbó para irse, caminando con ínfulas que permitían apreciar lo altivo de su actitud, aderezada con una mueca desdeñosa que había adoptado y que posiblemente – según las elucubraciones de Gallagher - parecía siempre acompañarla como muestra de una posible actitud de querer estar por encima de quienes pasaban a su lado como si ellos no se mereciesen caminar junto a ella – ni siquiera respirar el mismo aire o incluso compartir la misma existencia-; Gallagher continuó observándola con el interés que mantiene un científico sobre sus cobayas de laboratorio, lo hacía tan concentrado que olvidó que bien podría resultar inoportuno, manchándose con un tinte de vil acosador, pero mientras elaboraba esos pensamientos, la profesora Berrineo se volvió repentinamente hacia él, encontrándose los ojos de ambos por unos segundos los cuales recrearon la eternidad; por unos instantes, sus almas parecieron conectarse, compartiendo involuntariamente información, sincronizando sus protocolos espirituales, abriendo un espiral de puertas inconscientes; entonces, Gallagher pudo ver a través de los ojos de la profesora, pudo sentir como su esencia inundaba su cuerpo, pudo palpar sus emociones y traumas; él estaba con ella y en ella, en el momento de su nacimiento y aún más allá pues incluso creyó experimentar la futura sensación, el postrero olor de los instantes de su muerte, recayendo en una sensación que le inundó y le dejó marcado con el signo del alfa y la omega los cuales siempre han regido el existir de los mortales. De pronto, Gallagher recobró la conciencia, partiendo de manera apresurada hacia quien sabe que lugar, dejando impregnado en el aire el aroma del ancestral miedo a lo desconocido.
Sin embargo, la huida no apartó a Gallagher de su destino, sino que fue peor pues resultó que ahora se hallaba detrás de los pasos de la profesora Berrineo, contemplando el caminar desgarbado y atolondrado de un ser que seguramente se dirigía por el rumbo de todos los días, sin pretender siquiera volver la vista a lo que sucedía o sucedería a sus espaldas, aunque ahora y al inicio imperceptible, sus pasos terminaban seguidos por el terror impregnado en el humor humano, que había dejado su marca en el ambiente, producto de las anteriores sensaciones experimentadas por Gallagher, manifestándose en signos tan nimios como pueden ser molestos escozores que subían por la boca, sazonándola con una repentina e incómoda acidez la cual trascendía el hecho de un simple malestar gástrico. Todo se trataba de un preludio, una gama de malestares e impresiones que alcanzaron el punto inicial del inconsciente, degenerado nacimiento y crecimiento de aquella curiosidad propiciada por esa mujer quien aún ignoraba el camino sin retorno que su “hedor” desataría.
La profesora se alejaba un poco más y la creciente distancia finalmente pareció aminorar el interés de Gallagher quien repentinamente y como paradójico colofón del asunto decidió emprender la retirada a su casa, procurando dejar atrás todo lo vivido, aunque la tarea no fue fácil ya que a cada momento parecía sentirse más y más inmerso en un ataque silencioso que le estrujaba en el rostro la figura de aquella mujer, cuya existencia se depositaba en él a manera de un parasito intrusivo que destilaba espasmos internos que conmovían su ser, llenándolo de una vida ajena a la suya, sintiéndola tan propia, tan dolorosa, generando una malsana empatía que era el preludio a algo que él tanto rechazaba a pesar de considerarla inevitable. Maldijo el momento en el que se sintió atraído por aquella repulsiva mujer, la maldijo a ella y se maldijo a sí mismo, pero a pesar de esos improvisados “conjuros” nada podría cambiar lo experimentado y lo que luego tendría que experimentar, aquello que ya estaba escrito en las páginas de su vida incluso desde el mismo momento de su nacimiento. Las cosas se encontraban en movimiento ya.
El ruido de una feroz bocina marcó el tiempo exacto en el que Gallagher salió del campus universitario, y mientras se iba no podía dejar de pensar en lo larga que sería su noche aunque si sabía con toda certeza que en ella por fin podría conciliar el tan ansiado y necesario sueño.
El reloj mudo anunció un tiempo y espacio sin nombre.
A primera vista parecía ser un pueblo costero a la antigua usanza que sin embargo se ubicaba tan cercano a la mega urbe pero cuya fuerza aun no conseguía ahogarle en su remolino de post-modernidad. Las construcciones precarias se confundían con casas bien distribuidas y con el aroma de las chacras que se dibujaban a lo lejos, sobrevivientes al desierto y a la amenaza del concreto. Más adentro, dejando atrás el pueblo, abandonando la carretera, ingresando al interior mismo de aquel territorio, cercado por los cerros perdidos, allí se dejaban ver los restos de una ciudadela antigua, testigo de las voces que en un tiempo remoto poblaron los rincones de aquellas vacías piedras que ahora pugnaban por escuchar el susurro de la noche.
Si bien en el pueblo se podía respirar la creciente calidez de la estación, lo contrario ocurría en estos recintos olvidados en cuyos rincones se aspiraba una intemporal gelidez que parecía provenir del centro mismo de los miedos nacidos y guardados en la cálida alma del planeta.
Acercándose cada vez más a un rincón de unos cerros que asemejaban la forma de un anfiteatro, se podían notar unas escaleras cuya presencia databa desde quien sabe que épocas; ellas te invitaban a tomar aquel camino, a reparar en la existencia del mismo, resultando en el llamado a entrar a un viejo e intemporal boquerón cuyas fauces te engullían hasta depositarte en un posible universo antediluviano; en cuyo interior, al final de la senda, se hallaba otra señal de bienvenida, una entrada coronada con un arco de piedra en el cual culminaban los escalones, algo difícil de notar pues aún seguías acompañado de una interminable penumbra la cual quizá no pararía hasta verte sumergido en el final de aquel sitio, cuyo término bien podría ubicarse en las mismísimas entrañas del mundo.
Abrió los ojos; un bizarro escozor recorrió el cuerpo de Gallagher, llevándolo a evocar el momento exacto de su nacimiento. Era como si realmente volviera a nacer mientras recobraba la consciencia y reconocía aquel mundo que le abría sus brazos al ritmo de un coro compuesto de bestiales alaridos proferido por incontables voces. Muy Arriba se dibujaba una eterna y cósmica bóveda adornada por un sinfín de luces pues aquella noche las estrellas brillaban en su totalidad, infaltables como espectadoras para con la cita que el destino les deparaba. Gallagher contempló aquel techo inalcanzable, mientras percibía como el tropel de voces le iba rodeando; inútiles fueron los esfuerzos por querer observar a las personas que se situaban a su lado ya que su cabeza se encontraba inmóvil, solamente podía quedarse fijado en la negrura del horizonte nocturno y las “luces navideñas” celestiales que le acompañaban, anestesiado por el aire que aquellos recintos respiraba, el cual le privaba del juicio, preparándolo para lo que pronto debería de acontecer.
Una fría mano se deslizó debajo del mentón de Gallagher, sintiendo como ella le ocasionaba una ligera presión, así como un discreto forcejeo que al terminar dio por finalizada la inmovilidad de su cabeza; ahora podía incorporarse y rebuscar el origen de aquellas voces que hasta hacía unos momentos se entretenían en practicar extraños e hipnotizantes cantos. A su alrededor, las sombras danzaron invisibles mientras que el silencio comenzó a empeñarse en podrir los tímpanos de inactividad; allí no había nada ni nadie, solo un espacio sin ningún tipo de existencia; por donde mirase no existía nada más que el vacio, o al menos eso parecía. Para cuando Gallagher se estaba resignando acerca de su incomoda soledad, de pronto reparó en una inusual intrusión, allí estaba él, un pequeño y delgaducho visitante que le acompañaba en esos momentos. Un bulto que se asemejaba a un enjuto ser humano, confundido con las sombras del sitio, sigiloso, silente, pero haciendo acto de presencia, regocijando momentáneamente el ánimo de Gallagher; sin embargo aquel se vio de pronto invadido por una sensación de desesperanza pues si bien veía a ese otro ser éste guardaba mas una apariencia de muerto en vida, caminando inactivo y falto de interés, asemejándose a una triste réplica de marioneta o a una vulgar y mal hecha ilusión de humanidad, su presencia en vez de ayudar terminó por generar mayor desesperación. Gallagher seguía estando solo.
Pasaron los minutos, paso un tiempo tras otro; un Gallagher resignado a su peculiar soledad de pronto se dio cuenta que aquel bulto pequeño y insoportable comenzaba paulatinamente a manifestar mayor vida, mostrando pasos tímidos y lentos que le acercaban nuevamente a él. La curiosidad e inquietud se apoderaron del alma de Gallagher, diluyendo lentamente el curso temporal cuya vida era devorada por la certidumbre, por la evidencia y la notoriedad de ese algo que se liberaba de las sombras con las cuales convivía, dibujando luego un conjunto de rasgos que finalmente dieron a luz un rostro, a un cuerpo que satisfacía el deseo de Gallagher de verse acompañado; pero la calidez que el humano siempre brinda de pronto se fue relegando ante la extrañeza generada por el nuevo acompañante, extrañeza que se resumía en el hecho de descubrir que aquel ser era relativamente conocido, Gallagher le había visto antes, se trataba de aquel muchacho, aquel ninguneado por la prepotencia de la profesora Berrineo, el mismo ser que en ese momento fue destruido por el rechazo de su heroína, el mismo humano que ahora se acercaba a Gallagher, llenándolo de una mayor y creciente incomodidad. Pocos metros ya les separaban, luego únicamente fueron centímetros, y finalmente nada, estaban juntos, y en ese lapso de cercanía, Gallagher pudo percibir un extraño hedor que parecía provenir del chico; su olfato que jamás había sido tan sensible de pronto se sintió atiborrado por aquella esencia que subía y se deslizaba por los rincones de la existencia, dejándote sumido en un insoportable y pestilente asco.
Los brazos y piernas de Gallagher pugnaron por moverse pero todo esfuerzo fue imposible; Su cerebro se desbocó y comenzó a impartir órdenes impregnadas y acunadas en el básico instinto de supervivencia que azotaba alocadamente la mente del desdichado, descontrolado, ansioso por escapar, huir de lo innombrable, pero nada daba resultado, era como si la rigidez post mortem se apoderara de un hombre supuestamente vivo. De pronto, los ojos de Gallagher se fijaron en un objeto brillante, cuya superficie reveló súbitamente las imágenes de cuantos estaban a su alrededor, sacándolos de la penumbra y mostrándolos al universo de la depravada vigilia; una cosa fulgurante que se elevó por encima de la cabeza del joven, y que lentamente fue bajando en busca de un cuerpo desdichado, descendiendo sin compasión, guiado por el hambre de carne y sangre, ávido de una vital y depravada comunión. Gallagher quiso gritar pero no pudo, no hubiera podido hacerlo, sólo esperó silente a la hoja que se le acercaba para darle el beso definitivo; ya estaba tan cerca a él cuando de pronto, quizá por unos segundos, lo vio, aquella realidad distorsionada que se presentó en sus últimos momentos, quizá por el hecho de estar de cara a su inminente muerte, sea cual haya sido la razón allí estuvo, esos segundos cruciales e inadvertidos para el vulgo pero que para él significó un instante de confusión coronando la postrimería de su vida; allí estuvo, a la par que esperaba el instante en que su piel besase el frio acero; aquello que vio fue el rostro del terror, demudado, marcado en una cara enjuta cuyos ojos desorbitados le daban el toque inhumano del pavor a la cara de una mujer, el rostro de la profesora Berrineo, reflejada en la superficie de la hoja, en el lugar en el que debía dibujarse el rostro de Gallagher, una cara que se quedó grabada en una psique que pugnaba por comprender que demonios hacía el rostro de una vieja en lugar del propio; pero quizá ya era tarde para entender, ya solamente quedaba una fracción de segundo, un halo de tiempo que no era nada, un tramo que en un santiamén permitió que el ser atravesase el portal, impregnado por una letal pestilencia que ni la muerte misma había podido abolir, y mientras sentía el hedor, del mismo modo comenzó a experimentar el aliento frio que recorría su carne, helando sus huesos hasta ser capaces de quebrarlos y dejarlos a la intemperie, a voluntad de algo intemporal, una sensación que abría una puerta dibujada en el cielo, mostrando un camino de despojos que señalaba la senda a una inmensa luna llena la cual no era como cualquiera, como la vista todos los días que se podía, ésta guardaba un algo, detalles incomprensibles, pero existentes, y la visión se tornó más blasfema cuando de las entrañas de la humanidad surgió una música peculiar que parecía evocar el llanto de millones de condenados que clamaban tristemente por una sanguinaria venganza.
Mirando al cielo lejano, Gallagher creyó ver que la luna se engrandecía en un esplendor adornado con un sangriento color rojizo que le daba el toque distinguido a la reina de la noche. A su lado contempló a un gran número de seres que revelaban aun más su presencia; muchos de ellos llevaban instrumentos los cuales eran puestos en sus bocas, extrayendo melancólicas tonadas que parecían envolver aquel ambiente nocturno, introduciéndose las mismas en lo más recóndito de las células tanto de músicos como de aquellos que no tocaban y solamente se limitaban a escuchar y morir; todos juntos compartían aquella perdición nadando en una exquisita e infame esencia que se mezclaba con el correr del tiempo, lapso en el cual Gallagher experimentaba una mayor cercanía con todos los presentes, sintiendo que las fibras de sus músculos compartían en el movimiento de todos los cuerpos, amalgamando sus sentimientos, impregnándose del ansia del baile, de la danza desenfrenada, del deseo de derramar sangre y bañarse en ella; Estando al lado de todos ellos, Gallagher reparó en el hecho de que había dejado su propio cuerpo para ocupar otro, el de alguien del repulsivo “público”. Sin embargo, a pesar de verse en otro lugar, la duda se apoderó de él, volviéndose cada minuto bastante insoportable, a tal punto que Gallagher decidió abrirse paso entre sus compañeros a fin de poder llegar al altar y así poder contemplar el rostro de un extraño y ajeno moribundo. Dando golpes y empujones, soltando poderosos gruñidos propios de una feroz bestia, finalmente pudo llegar al escenario principal, allí a los pies del mismo se quedo mirando a aquello que se hallaba tendido en la mesa ceremonial; no hubo gritos ni alegría, no hubo nada, solamente un infernal silencio que no se rompía ni con el golpe más fuerte de esta vida, un silencio que era el estandarte de Gallagher, cuyo pétreo rostro parecía haber expulsado cualquier rastro de emocionalidad o sentimiento pues lo que veía frente a él no ameritaba reacción alguna, desconocía como debía reaccionar ante aquello.
En la mesa, se hallaba tendido un ser desnudo, con la parte superior de su cuerpo cubierto de incitante color rojo, tiñendo cartílagos y carne hecha jirones; más arriba se hallaba un rostro seccionado, cuya mitad izquierda se hallaba destrozada, con su carne colgando en retazos, adornada por los huesos astillados que deformaban aun más el espectáculo; del otro lado del rostro, un ojo provisto de depravada vida continuaba observando, nadando en medio de la muerte cuya huella se dejaba sentir en la ínfima existencia la cual aun no había sido totalmente carcomida; ambos lados daban como resultado un infame contraste entre lo degradado y lo normal, como una especie de burla o juego paradójico, como una muestra del arte corporal más vanguardista que se pudiese imaginar. El ojo continuaba observando y lo que más llamaba su atención era la cara de aquel extraño que había llegado a él de una manera tan intempestiva y que ahora le observaba fijamente; la malograda boca trató de articular palabra alguna pero era imposible pues su “contraparte” se hallaba convertida en una masa informe de labios y dientes quebrados. Del otro lado, Gallagher no atinaba a decir nada, que podía decir, ni el mismo se lo creía, era imposible, sin embargo y por más que lo deseaba, no atinó a decir nada, solamente se quedo allí parado, observando el rostro de aquel malogrado ser que resultaba ser él mismo, su propio rostro hecho una endemoniada burla, cuyo ojo aun pugnaba por centrarse en sí mismo, por tratar de decirle algo, por comunicarle su miedo, su confusión, la desesperación que su bizarro brillo intentaba transmitirle, opacado por la sangre salpicada la cual parecía formar extrañas costras resecas en el lado “sano” invitando seguramente al pronto compartir del destino que no admitía escapes de ningún tipo.
De pronto, Gallagher cayó en la ilusión de estar por todos lados, se sentía en cada rincón de aquel malogrado lugar, sin embargo, solamente en uno se veía casi muerto, carente de cualquier fuerza que animara su espíritu disgregado. Gallagher se contempló a sí mismo desparramado en aquel depravado altar, sintió pena por su ser, por el paradójico hecho de vivir y contemplar el hecho de estar muriendo. Pero mientras se rendía a la congoja, Gallagher reparó nuevamente en el gran pedazo de la brillante y rojiza hoja la cual aun se hallaba clavada en medio de su cuerpo malogrado; no dudo dos veces y la arrancó liberándola de su carnosa prisión putrefacta; una vez en sus manos, comenzó a revisarla, sintiendo el otrora calor de la sangre derramada, reparando en las pequeñas astillas de los destrozados huesos las cuales parecían resbalar por el filo del arma, pugnando por regresar al cuerpo del cual habían sido violentados; así se hallaba aquel desdichado cuando nuevamente su pensamiento volvió a turbarse, aun más si eso era posible, había reparado en la superficie de la hoja la cual devolvía el reflejo de la muerte, opaco y mezclado con el carmesí sanguinolento de la arrebatada vida, y allí estaba nuevamente, pese a que la realidad le mostraba lo contrario, sin embargo allí estaba, en el lugar donde yacía parte de sí, solamente que la hoja le mostraba no el reflejo de su alicaído ser sino el fúnebre cuerpo de la otredad, de la que una vez fue la profesora Berrineo.
El sonido de la melancolía se elevó con más fuerza, más triste que nunca, agujereando los corazones y llenándolos de pena hasta el punto de hacerlos explotar para no seguir soportando el peso de las confusas y dolientes emociones humanas. Gallagher sintió que la música le destrozaba el alma, reduciéndola a una burda masa etérea que se contraía aprisionada en un cúmulo de huesos hechos puré, convertidos en la envoltura de una escabrosa e infernal comida.
El arma se hallaba por todos lados, le estaba haciéndole pedazos, disgregándolo por incontables rincones, dándoles una vida ajena y depravada de los cuales él parecía no tener ni entendimiento ni conocimiento. Seres que se ocultaban en lugares y rostros ajenos, como el de aquella profesora cuya cara comulgaba con su esencia malograda.
El ojo estaba vacío, pero continuaba expulsando una vida que seguramente continuaría preguntándose acerca del porqué de todo aquello.
En un determinado momento, una voz se alzó de entre todos los presentes, un susurro que súbitamente se transformó en atroces y repulsivos gritos provenientes de una depravada y cuasi- infantil humanidad. El joven ofendido por la profesora Berrineo, delgado y macilento como el cuerpo de un mendigo adornado por el velo de la inanición, elevó atronadores rezos sin religión, mientras cogía otro cuchillo y lo descargaba con toda su fuerza sobre el cuerpo posado en el altar, terminando por destruir en su totalidad el hueso de la frente, abriendo completamente la parte frontal superior de la cabeza, haciéndolo con tanta fuerza que la hoja terminó por quebrarse en la parte del mango, separándose del mismo, quedando la hoja clavada a manera de una retorcida excalibur, reposando muerta en la bulbosa masa cerebral de la profesora-Gallagher cuyo ojo terminó finalmente por no exhalar nada, ni siquiera recuerdos, solamente un vacio, un hueco que de pronto fue llenado por un infernal alarido. Las voces y los rostros se volvieron en dirección a quien había soltado tamaño ruido; repararon en un lastimero Gallagher cuya mirada se elevaba suplicante mientras que en medio de su cabeza aparecía un singular adorno con la forma de un gran agujero que a manera de fuente expulsaba un interminable y sangriento chorro que teñía el ambiente dándole un poco más de no-vida al mismo.
Las lagrimas y gritos de alegre dolor terminaron por poblar cada rincón de aquella extraña ubicación, para deleite de los espectadores quienes comenzaron a moverse siguiendo la creciente excitación de la desesperación. Los ojos fijos del joven verdugo se posaron en el desgraciado de Gallagher – aquel él del público -, buscando alimentar su morbo, a fin de exacerbarse aun más para su tarea; y fueron esos momentos los que preludiaron al resto de la noche. La filuda hoja, cuya trayectoria se había detenido en el tiempo y en la carne, fue nuevamente convocada por el padecimiento y el sufrimiento plasmado en los alaridos de Gallagher, aunque el miedo de aquel estaba comenzando a aburrir al joven verdugo por lo que este se entretuvo en otras ocupaciones. El pecado debía continuar su noble misión, violentando a la vieja ética, precipitándose en un sinfín de maquinales golpes propinados en diversas partes del ya destrozado cuerpo, desgarrándolo cada vez más, perforándolo de manera incontable e incontenible, convirtiéndolo finalmente en una informe carroña de retazos y grasa, de músculo repleto de coágulos, humanidad al revés que sonreía mientras su sangre se mezclaba con la propia sangre del atacante quien sostenía aquel filo desnudo, apretándolo con gozoso placer, alimentando su mortuoria necesidad, la del arma y la de él mismo. Al ritmo de huesos astillados, la sangre y los pedazos de pellejos se dispararon por todos lados. El rostro del joven verdugo denotaba una feroz e inhumana concentración, carente casi de emociones, aunque en la comisura de los labios se podía notar una excesivamente discreta mueca de placer. La víctima, la profesora-Gallagher, no decía nada, sus ojos proseguían perdidos en el firmamento, en la luna sangrienta que le escupía su destino. El hombre llamado Gallagher, la parte de él que jugaba en el rol de espectador, estalló en infernales gritos por cada golpe propinado por el verdugo; viendo impotente la forma en que sus carnes - al igual que las de su alter ego sacrificado - se llenaban de fisuras y rojizos surcos; cayendo en la cuenta de que no podría moverse pues con los huesos destrozados, las arterias perforadas y los músculos molidos ya no habría nada que hacer ni a donde ir, solamente restaba el hecho de esperar a la misma muerte; y así lo hizo pero extrañamente no se desplomó, siguió sentado, arrodillado, pero no derrumbado ni siquiera por el eterno dolor que le aquejaba y le seguiría aquejando; La voz del silencio terminó por acallar sus gemidos, sumiéndolo en una escalofriante quietud cuya desoladora existencia auguraba que aquel pobre ser quizá había preferido refugiarse dentro de sí, dentro de un limbo instaurado en su cerebro, desconectándole de todo. A pesar de que el mundo se halló en esos momentos por otro lado, sin embargo Gallagher notaba que aún existía un escuálido cordón umbilical que le ataba a la idea del sufrimiento.
Finalmente, la labor había concluido y el cuerpo del altar se hallaba completamente apagado, ya ni el más ínfimo movimiento, ni la más microscópica sensación, nada de eso daba por enterada su presencia, ya ni siquiera parecía humano; entonces, Gallagher reparó en ese instante, el tiempo del momento final, y en ese lapso supo que tanto aquel ser que observaba como aquel que se pudría en la mesa, ambos, él mismo, terminaron compartiendo el llamado del macilento jinete, del barquero, de la parca que aúlla el nombre de los viajeros de la eternidad.
El verdugo se halló impávido, observando su trabajo finalizado, dándole el toque final al terminar unos cortes en la zona del cuello, deshaciéndolo hasta liberarlo de la destrozada cabeza; esta quedó huérfana del cuerpo, a merced de una manos que la cogieron y la levantaron, elevándola a los cielos en ofrenda a la luna sangrante; En ese instante, el joven verdugo pronunció una especie de canto lastimero, cuyas notas viajaron rumbo a lo etéreo, en busca de acunarse en algún rincón del cosmos depravado; Allí se guardaron formando un cúmulo que presionó al mundo hasta hacerlo estallar diseminándose en las mentes de cuantos se hallaban presentes en la existencia; voces traducidas a un deformado idioma ancestral, corrompido por extraños sonidos que conformaban la lengua de lo repelente. Así, en la cumbre del cántico, el joven volvió a observar fijamente a la figura del casi exánime Gallagher, lo observó detenidamente y luego sonrió con una mueca idiota que se burlaba triunfante de los últimos momentos del desgraciado. La cabeza voló por los aires mientras el verdugo lanzaba un grito final e inhumano que fue respondido por todos los presentes, a manera de un llamado de guerra, y entonces todos se lanzaron sobre el cúmulo informe que representaba al cuerpo de la profesora Berrineo- Gallagher, se lanzaron sobre la depravada y seccionada cabeza, todos dispuestos a dar rienda y satisfacción a un hambre humano olvidado por la humanidad “civilizada”. El “otro” Gallagher también sintió el poder de los dientes y poco a poco se dio cuenta de que se iba desvaneciendo en medio de los tirones que invisibles fauces le propinaban; Así, lentamente se fue perdiendo en el banquete mientras que a lo lejos, podía escuchar la voz del verdugo; pero además pudo ver otra cosa, tan notorios, tan femeninos, los ojos de una mujer, antes desdeñosos pero ahora repletos de lagrimas por el destino acaecido, suplicando un malsano perdón que jamás podría alcanzar. Sus ojos eran los suyos, su vida era la suya, sus carnes eran compartidas en un nexo que desembocó en su propia muerte; las fauces visibles acabaron con la carroña mientras las invisibles le borraban del tiempo y el espacio; y al unísono terminaron por desaparecer al desdichado; había llegado el momento de su propia muerte. Gallagher pasaba a la triste historia. La noche terminó.
El reloj dio la alarma, anunciando el aborto del alba. Eran las seis de la mañana y la radio comenzaba con su cúmulo de sin razones. Unos ojos se abrieron y contemplaron un desvencijado cuarto repleto de papelógrafos desparramados por los muros, sujetos precariamente por amasijos desordenados de cinta de embalaje cuyo empuje pugnaba por evitar que aquellos neo-papiros quedasen desparramados por los suelos. En una pequeña mesa de madera descansaban varios recipientes de medicinas a cuyo lado se ubicaban varias recetas y papeles de análisis; más allá y sobre el suelo, se veían desperdigados sobres de tomografías y otros análisis, olvidados a la fuerza en ese sitio, ocultando a la vista sus lúgubres contenidos. Unas manos tomaron un cuaderno, ojos revisaron ciertos apuntes, un cuerpo se incorporó en dirección a un desvencijado espejo el cual devolvió un rostro soñoliento sin deseos de encarar las exigencias del nuevo día. Aquel ser, venido del infierno soporífero de las nocturnas tinieblas al nacimiento del paraíso del amanecer, se mostraba inquieto, la razón para él era obvia, ese día había podido dormir, entonces nada bueno traería ese hecho tan funesto.
Mientras observaba su imagen, comenzaba a gestarse el ritual común para todos los días en los cuales había podido conciliar el sueño, impelido por la culpa que lo llevaba a revisar la mezcla fantástica de hechos que le hacían desgraciado y que lo atormentarían hasta el último día de su pútrida existencia y quizá más allá de la misma. En medio de sus elucubraciones, a su memoria vino también el día del primer diagnóstico, el baldazo de agua que recibió, las palabras sin sentido del médico que poco a poco cobraron forma esculpiendo su funesto destino; nada había que hacer, la enfermedad desgraciadamente no le mataría, pero le torturaría por el resto de su vida, una vida condenada a jamás poder dormir de manera natural, un desajuste cerebral que le impedía conciliar el sueño; su realidad se sujetaría entonces a un cúmulo de químicos que le equilibrarían pero que a la vez lo harían su prisionero, llenándolo de nauseas, de mareos, de escozores, de un humor de presidiario, de un sentimiento de angustia que le destrozaría el alma durante las mañanas que seguirían al sueño artificial; Una y otra vez pensó en la muerte como una forma de conciliar un sueño, el último aunque sea, pero de forma “normal”. En sus “cuadernos secretos” escribió grandes planes exquisitamente concebidos, cartas de despedida, formulas suicidas, pero todas quedaban solamente allí, adornando el tétrico papel; Era muy cobarde para dar aquel paso, aunque quizá se trataba del hecho paradójico de pensar de que una de las pocas cosas que le mantenían con vida era concentrarse en idear su propia muerte. Luego llegó aquel extraño momento, aquella primera vez, cuando cruzó miradas con esa chica, un rostro lejano el cual formaría parte del tropel de imágenes que le perseguirían, caras cuyas impresiones se grabarían en su mente sin posibilidad alguna de ser borradas. Recordó aquellos graciosos y femeninos rasgos, recordó la momentánea paz que sintió en ese momento, pero también le vino a la mente el hecho de haberse visto atosigado con un horrendo sabor que devastó sus papilas gustativas, haciendo insoportable todo, convirtiendo a sus sentidos en prisioneros de la amargura más amarga, creando en él una infernal sinestesia que en ese instante le sacó corriendo del lugar; los recuerdos le hablaron como aquella tarde se debatió en dudas acerca de lo que le había sucedido, y en medio de sus pensamientos, experimentó como poco a poco se fue sintiendo adormitado, algo imposible para él, sin embargo estaba sucediendo, y repentinamente fue feliz, ilusionado pues si aquello era real entonces se vería libre de las asquerosas medicinas y de su hasta ahora vida pasada.
Esa noche durmió, recorrió la tierra de Hipnos, degustando los manjares del viejo arenero, pero lo que aquel ser le guardaba terminó siendo el primer sello de su condena; Un conjunto de sucesos que parecían tan reales lo trasladaron a otro plano de existencia por el cual discurrió, como si mientras su cuerpo descansaba su alma o lo que sea que fuese terminaba extraviada en aquel bizarro universo; y aquel mundo lentamente se fue distorsionando, y lo que vio le horrorizó más que todas las medicinas y tratamientos del mundo, y allí maldijo el hecho de haber podido dormir, y ansió despertar de una vez, pero eso le resultó imposible; la eternidad se apoderó de su ser y lo hundió cada vez más en un agujero sin fondo; todo parecía impregnado de un halo de desesperanza cuando repentinamente sus ojos se abrieron dándole a luz al nuevo día; visiblemente perturbado se levantó y se dio con el reloj el cual marcaba las 7 de la mañana; la hora de los sueños había terminado y el costo del mismo resultaría bastante elevado como luego lo comprobaría. Entre feliz y perturbado, encendió la televisión y una noticia dominaba la primera plana, un rostro demasiado familiar, unas heridas y cortes que le parecían tan conocidas, que reproducían en su mente un hecho que debió haberse quedado en el mundo de los sueños y que en ese momento le destrozó aun más su alicaída realidad. Y así las sombras pasaron, tan lejanas pero a la vez tan cercanas, llegando al presente de nuevo, regresándolo al día actual.
La radio emitió un feroz guitarreo por sus ondas devolviendo a Gallagher a su propia imagen reflejada en su viejo espejo. La mañana siguió su curso con el aseo respectivo y el desayuno, para ese tiempo Gallagher había dado cuenta de la radio y entretenía su vaso de yogurt con el pasmosamente excéntrico noticiero de un reconocido canal televisivo. En medio del ajetreo político de los comentarios se erigió de pronto una noticia de último minuto la cual daba cuenta de un horrendo hallazgo, el cuerpo de una mujer mutilada en un grado excesivo, a tal punto que los locutores rogaron prudencia a los espectadores, anunciando que las imágenes que se iban a transmitir bien podrían herir las susceptibilidades de los más sensibles; una vez terminada la advertencia se desató la orgía mediática. El cuerpo estaba hecho tirones, compuesto por partes desgarradas distorsionadas leve y discretamente por el canal a fin de quedar políticamente bien pero sin perder el exquisito morbo que caracterizaba sus transmisiones ya que ello les permitía alcanzar el rating necesario para superar a la competencia. Las partes malogradas desfilaron pero de pronto la atención de la cámara se centró en un singular e importante elemento, enfocándose en la funeraria y desfigurada cabeza la cual se hallaba botada en un extremo; la cámara se acercó lentamente, pretendiendo no perder ningún detalle de aquella bizarra cosa, disminuyendo paulatinamente la benevolente distorsión protectora hasta el momento en que su ausencia dio paso a la claridad; de nada importó que fueran las “primeras” horas de la mañana ni que en ese momento hubiera una considerable audiencia de familias degustando su desayuno; ese día lo repulsivo se mostró en todo su esplendor; y así fue que llegó el instante en el que lo escabroso de la muerte dejo ver su belleza, transfigurando aquella cosa, devolviéndole a la vida la cual le permitíría “observar” aquel mundo negado ya para ella. En esos instantes, seguramente las personas se hallarían en sus casas, sumidos en el interés y el escándalo respecto a lo que estaban viendo, pero seguramente nadie notaría aquella invisible chispa que provenía de aquel ojo muerto cuya órbita casi colgaba de su repelente cuenca; hasta hacía unos instantes seguramente él rebosaba de vida, proyectando el alma, brillando con las emociones, repudiando con el fulgor del desdén, etc.; Aquel ojo junto con su pervertido hermano alguna vez sirvieron como directores de orquesta dando los primeros pasos, moviendo la batuta invisible que anunciaba y conducía a la orquesta del desprecio cuya sinfonía cayó brutalmente sobre muchos, dentro de los cuales se incluía un inocente joven; Aquellos ojos que en un tiempo parecieron los propios y que en un momento lo fueron, ahora eran mezcla de soberbia derrotada y transformada en una súplica acallada por los funestos cuchillos y el hambre de la multitud, cuyos dientes terminaron por agujerear aun más la carne y roer los pedazos de hueso que saltaron fuera de su carnoso ropaje. El cadáver no tenía forma ni fondo pero él sabía quién era; Una mujer que hasta hacía solamente un día se hallaba viva y que ahora encontraba su ser reducido a la nada, todo porqué, por servir de pago a unas simples horas de haber podido cerrar los ojos; ella fue parte de la rutina, de un sinfín de hechos conectados, como los que ocurrían siempre que él cerraba los ojos, momentos malditos que posiblemente le unían a algo más grande y desconocido que el hombre, a un todo incomprensible que le buscaba, que acudía al llamado secreto que se iniciaba cuando el sueño se depositaba en su mente; quizá todo era parte de un gran plan de muerte cósmica, quizá era el heraldo del ángel de la muerte o el de algunas criaturas abortadas de este mundo por la lógica; en fin, habían tantas posibilidades que tal vez nunca se agotarían, muy por el contrario en lo relacionado a su tiempo aunque por suerte “la alarma interna” de su ser lo golpeó nuevamente sacándole de sus nuevas ensoñaciones.
El reloj dio ya las 8 de la mañana, muchas cosas debían hacerse ese día. Gallagher salió de su habitación presuroso, dejando el cuarto semi-desordenado, poblado solamente por objetos; Y entre diversas cosas, en un rincón, se ubicó un libro el cual estaba abierto y poblado por varias líneas que resaltaban algunos párrafos del texto; la obra resultó ser un tratado de psiquiatría; el texto resaltado aludía a tópicos como el de asesinos sonámbulos, onirismo, estados crepusculares, terrores nocturnos y cuadros psicóticos. La habitación había quedado vacía.
Las horas pasaron una tras otra consumiendo la rutina y el trajín del campus, como ya era costumbre en cada día que formaba parte de la historia del mundo; entonces el transcurrir del tiempo llevó los hechos a las 13 horas del presente día. Gallagher subió hasta un tercer piso en el cual se hallaba una moderna cafetería, allí revisando el menú y la lista de platos a ofrecer dio finalmente con los componentes que constituirían su almuerzo. El ambiente de ese momento resultaba bastante acogedor y la comida estuvo particularmente exquisita, además en el tiempo que siguió al buen comer, Gallagher aprovechó para seguir ocupando su mesa, ensimismado en algunas tareas académicas pendientes; fue en ese instante en que un hecho lo saco de su precaria concentración; En una mesa contigua, un mozo cayó bruscamente al suelo, se trataba de un joven trigueño cuya cara se hallaba totalmente sacada de tono producto del poderoso golpe que había recibido en el rostro; su piel se descubrió rebosante de sangre y de la magulladura que el impacto le había producido; parado frente a él se encontraba un tipo de tez blanca el cual exhibía un rostro deformado por la ira que sentía mientras lanzaba terribles gritos compuestos por alusiones raciales insultantes cuyo blanco resultaba ser el caído; la situación se prolongó por unos minutos luego de los cuales el muchacho agredido se retiró de la escena, visiblemente dolido, pero con la necesidad de retomar su trabajo; el sujeto agresor se sentó nuevamente en su lugar, rodeado de un sequito de amistades, mientras proseguía en sus comentarios ofensivos y burlas, pese a que su “victima” ya se había largado. Gallagher no pudo dejar de observar a aquel bastardo, una mezcla de curiosidad y atracción por el lado imbécil de la humanidad lo ancló en aquella posición mientras continuaba el estudio enfocado en aquel pedazo de purulenta carne con vida; de pronto los ojos de aquel tipo se encontraron con los de Gallagher, fue un conjunto de miradas que se enlazaron y pugnaron por no soltarse; Gallagher se halló prisionero de aquel repulsivo ser en cuyos globos oculares repentinamente comenzaron a dibujarse extrañas sombras, pedazos de una vida simple y aburrida, repleta de frivolidad y marcado intelectualismo barato que trataba de disfrazar el vacío existencial de aquel individuo, todo ello se rebelaba mientras proseguían los ojos fijos, engarzados en la mirada con los del otro, comunión de extraños, ridícula e intimidante pero necesaria e interminable; de pronto los acompañantes del tipo se dieron cuenta de lo que ocurría, miraron al “rarito” y miraron a su amigo quien al reparar en su grupo se sintió recuperado de aquel improvisado “choque”; él arqueó sus cejas en señal de molestia, se incorporó de su asiento y se dirigió dispuesto a encarar al mirón, respirando violencia por todos los poros de su piel; así se dirigió con dirección a Gallagher cuando de pronto se detuvo, sus manos tocaron su pecho, sus ojos mudaron de rojo fuego a una claridad azul que parecía nadar en una desconocida obscuridad, una advertencia recorrió su cuerpo mientras se volvía sin explicación alguna hacia su mesa; Gallagher le continúo observando, aun ensimismado en el acto que venía realizando cuando de pronto su corazón comenzó a revolotear, su respiración se hizo dificultosa y por un instante su vista pareció nublarse; era su ser más profundo el que le advertía, le hacía pre-consciente acerca de lo que iba a pasar, la historia comenzaría de cero nuevamente, otras horas de sueño estaban garantizadas y él tendría que soportarlas.
Gallagher se levantó de manera intempestiva, como si tuviera que encarar algo inevitable, recorrer un camino del cual no tendría escapatoria, arrastrando con él a alguien más pues era necesario ya que la muerte cobraba caro por sus favores.
Gallagher salió corriendo del lugar, dejando una atmosfera de perturbación que duró unos eternos segundos. Y mientras aquel desesperado “actor” se alejaba del escenario, otro sujeto salió de un costado de la cafetería, resultando ser el mesero anteriormente agredido cuyos ojos siguieron al confundido Gallagher; su mirada curiosa de pronto comenzó a transfigurarse y su rostro terminó por convertirse en una cosa distinta y tan conocida, dejando ver las facciones inocentes de un joven que irradiaba amena curiosidad, y cuya estructura facial por fin acomodada dio por evidente el increíble parecido con aquel pobre chico ninguneado por la malograda profesora Berrineo; pero las cosas no quedaron allí pues luego de los instantes en los que la cara del mozo se había convertido en la de aquel otro sujeto ocurrió que raudamente volvió a mudar forma transformándose en una mancha blanca sin rasgo alguno, un acto fugaz que paso desapercibido para el ojo humano aunque eso no significaba que aquello realmente no se estaba dando ya que era todo lo contrario, estaba sucediendo, siguiendo su derrotero hasta que finalmente la “mancha” volvió a la apariencia primera del mozo ahora adornada por un nuevo elemento, un gesto que aludía burla y malsano regocijo, y lo era pues comprendía lo que esa noche pasaría; la señal había sido lanzada y ella era la guía que acompañaría a los convidados a un camino que aun sobrevivía a la humanidad desde épocas innombrables, siempre estaría allí en espera de los invitados, aún cuando el mundo ya no fuera lo que ahora es, y más allá de ello, de mundos y existencias, seguiría conectado a aquellos elegidos, sean quienes sean pues se trataba de los portadores del gen de la locura primigenia, universal y eterna, cuyos destinos inaceptables se dibujaban de distintas maneras, compartiendo la diversidad con aquella otredad conectada y beneficiada al bizarro mecanismo.
La mueca burlona del mozo continuó mientras a lo lejos Gallagher proseguía su huida, con la seguridad en su mente de que aquel nuevamente sería un precioso día para dormir, tan similar y distinto a todos los demás que se le parecían, días que le sumían en la negación, en no aceptar los hechos, aunque él en lo profundo de su infierno intuía la verdad, pues ella estaba grabada y codificada en la materia de su manchada alma la cual libraba una guerra con su pensamiento lógico a fin de entender la implicancia de los hechos, fantaseando en racionales ilusiones clínicas que le protegían de seguir siendo atormentado con una distorsionada realidad nacida de una irrealidad que algún día posiblemente le sumiría permanentemente en aquel sueño y el sería la víctima final, y terminaría perdiéndose en el interior de aquellas imágenes malsanas; la pesadilla no tendría fin y por fin descansaría, dormiría en el agobio para toda la eternidad, al menos esa era su desesperada esperanza.
Es bien sabido que el hombre no puede permanecer privado de sueño por tanto tiempo pues se arriesgaría a la inanición o a la locura, dos fenómenos que convergían en la muerte; entonces el sueño era lo que nos separaba de la desaparición. El sueño era la barrera que nos separaba de la muerte, el sueño era garantía de vida y de cordura, o al menos eso se solía pensar… hasta ahora.